Vivienda y ciudad en México

La rédaction
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Urbanismo. Desarrollo urbano. Urbanísta. Planificadores urbanos. Población. Ciudadanos. Habitantes. Barrios. Edificios. Alojamiento. Inquilinos LA VIVIENDA Y LA CIUDAD

LA VIVIENDA

La vivienda, la “casa” en términos populares, entendida como estructura material preparada para alojar a los individuos o familias de manera permanente o durante largos períodos de tiempo, constituye el escenario donde se desarrolla la vida de sus ocupantes. Se trata de un espacio condicionado por las necesidades de sus inquilinos. Paralelamente, las características particulares de cada tipo de vivienda influirán decisivamente en las costumbres, la intimidad y la rutina vital de sus usuarios.

Estudiar los elementos que caracterizan los modelos de vivienda propios de una época y de una sociedad determinadas, sus usos y detalles, sus rincones y entorno inmediato, nos permite acercarnos, como consecuencia, al estudio y conocimiento de las formas de organización social y de vida de esa pequeña célula de la sociedad y, consecuentemente, al de la sociedad de un barrio o, en algunos casos, al de una comunidad entera.

La vivienda como expresión cultural

La vivienda constituye una de las formas que más significativamente caracterizan una cultura material. A lo largo de la historia de la humanidad, las diversas civilizaciones se han distinguido por ocupar determinados tipos de viviendas. Según las características que presente la vivienda típica de una sociedad puede deducirse toda una visión del mundo por parte de ésta. También podrá entenderse el tipo de asentamiento o la construcción utilizada mayoritariamente dentro de una determinada cultura y en un momento determinado, como proyección de las formas de relación social presentes en esa civilización. Por regla general, en cada casa habita un grupo familiar más o menos definido, sea como familia nuclear, extensa, etc. Dependiendo de la concepción que tenga cada sociedad sobre lo que es una familia, la vivienda presentará unas determinadas características.

La vivienda autoconstruida

Tradicionalmente, las viviendas han sido elegidas o construidas por aquellos individuos que se proponían habitarlas. Así se aseguraba el que el alojamiento se adecuara casi exactamente a las necesidades de sus ocupantes, pues estos tenían la ocasión de diseñarlas de acuerdo con sus preferencias. Este fenómeno se da todavía en grupos sociales preindustriales y en ciertos entornos rurales, si bien, hoy en día, lo más frecuente en el entorno urbano es que se elija la vivienda entre aquellas que quedan libres tras haber sido ocupadas anteriormente, o bien se escoja alguna entre las series de viviendas de características uniformes que sólo aproximadamente responderán a las necesidades y a los gustos de aquellos que van a habitarlas.

La vivienda y su adecuación al medio

Los factores socioculturales presentan también una gran importancia en el diseño de un tipo de vivienda determinado. Las mayores condiciones de riqueza de una cultura “occidentalizada” (como la nuestra), han dado lugar a la modificación radical o la desaparición, en muchas zonas del mundo, del modelo de vivienda vernácula que, si bien con ciertas limitantes producidas por la natural evolución social, había logrado una particular y acertada adaptación al medio y a las costumbres de las sociedades que lo construían; así, por razones de prestigio social, hoy en día se prefiere en medios como el nuestro residir en viviendas de “estilo” europeo o norteamericano, aunque éstas no sean las más adecuadas a las costumbres familiares ni las más apropiadas (climáticamente hablando) para este medio ambiente en particular.

Interacción entre usuario y vivienda

No sólo las preferencias de los ocupantes condicionan los modelos de vivienda, sino que la relación es interactiva. De este modo, una familia que se ve obligada a ocupar un tipo determinado de alojamiento se encontrará con diversas limitaciones para su crecimiento y sus formas de relación derivadas precisamente de las características de ese espacio en el que debe habitar, su distribución y las condiciones generales de comodidad del hogar. La vida de una familia puede así desorganizarse debido a factores como la falta de espacio. Existen estudios que afirman que una persona necesita disponer de un espacio mínimo en su hogar para que no peligre su estabilidad emocional. Este espacio mínimo, según algunas normas, se ha establecido en unos dieciséis metros cuadrados por persona, mientras otras dan como proporción deseable el doble de esa cifra.

Sin embargo, todavía hoy muchas familias alrededor del mundo viven en espacios que no superan los ocho metros cuadrados por persona. En los países menos desarrollados y en los del tercer mundo, las condiciones de espacio en la vivienda resultan aún más desesperadas, si bien hay que tener en cuenta que no en todos los países las formas de sociabilidad familiar se hallan confinadas al interior del hogar (como sucede en las culturas de raíz anglosajona), sino que, en muchas culturas, como las mediterráneas o buena parte de las americanas nativas, la vida en sociedad tiene lugar en el exterior de la vivienda, mientras que ésta queda reducida, en ciertos casos, a ser sólo un lugar donde dormir o un abrigo frente a condiciones climáticas desfavorables.

En todo caso, en aquellas culturas en las que la vida familiar sí se encuentra directamente relacionada con las condiciones de habitabilidad de su vivienda, se ha observado que no sólo la proporción de espacio por persona va a ser determinante para la armonía de la vida familiar, sino que también en este sentido resultan decisivas otras características de cada vivienda en particular como, por ejemplo, la distribución del espacio disponible. De este modo, aspectos como el número de habitaciones de que consta una casa da una idea de su adecuación al número de personas que la habitan. Para contribuir a la armonía en un hogar, cada individuo dentro del núcleo familiar necesita disponer de un mínimo espacio privado en el que desarrollar su intimidad.

Esta necesidad no se limita tan sólo a la existencia de una habitación destinada a cada miembro, sino a aspectos como el número de cuartos de baño con que cuenta una vivienda. Parece evidente que en los ambientes urbanos de las modernas sociedades occidentales, donde se construyen hoy en día la mayoría de las viviendas, la tendencia de las familias a buscar mayores posibilidades de intimidad para sus miembros se incrementa año tras año. En las casas urbanas de las familias de clase media suele procurarse actualmente destinar un dormitorio a cada uno de los hijos, además del que comparten los padres. Estos dormitorios cumplen, a menudo, la función de servir como cuarto de estudio. Además, se tiende a otorgar cada vez mayor importancia a las necesidades específicas de los niños en el hogar.

Encontramos, por otra parte, que, ante la imposibilidad material que muchas familias encuentran para acceder a casas más espaciosas, la interacción entre vivienda e individuo se manifiesta a menudo condicionando el número de miembros que componen la unidad familiar y contribuyendo con ello, junto con otros muchos factores, a producir efectos como el límite de la natalidad. En otras ocasiones, la distribución de espacios dentro de una vivienda es, simplemente, un reflejo de las costumbres familiares dentro de una determinada sociedad, así como de la evolución de estas costumbres a lo largo del tiempo. Como ejemplo resulta revelador el hecho de que, mientras que durante años las viviendas de las familias de clase media o de la burguesía se construyeron dotadas de un comedor, mientras que la cocina se entendía como un espacio de características exclusivamente prácticas que quedaba, además, oculto a la vista de los visitantes, hoy en día la menor disponibilidad de espacio en las ciudades ha ocasionado la aparición de unas cocinas multifuncionales que no sólo han absorbido las antiguas funciones del comedor, sino que, dadas las mayores condiciones de sofisticación en los electrodomésticos y en el mobiliario de que se componen, pueden servir, además, como lugar de convivencia para la familia y convertirse, en algunos casos, en una especie de sala de estar alternativa, o incluso única, dentro del hogar.

Otro de los factores que determinan la relación del individuo con la vivienda que ocupa es el hecho de que la inversión económica más importante en la vida de una persona o familia sea la compra de una casa, fenómeno que tiene lugar cada vez con mayor frecuencia dentro de las sociedades industrializadas urbanas. La vivienda constituye así la parte fundamental del capital familiar. El presupuesto que una familia dedica a la inversión en vivienda supone un porcentaje muy elevado de sus ingresos globales. Cuando la vivienda escasea y, en consecuencia, los precios se elevan exageradamente, se produce un desequilibrio en la economía familiar que presenta consecuencias devastadoras tanto sobre el ahorro como sobre el consumo de otros bienes y, consecuentemente, afecta de una manera muy negativa a la salud económica del país en general. La consecuencia inevitable será la tendencia de los individuos o familias a alojarse en viviendas que no llegarán a cubrir sus necesidades o exigencias.

La vivienda, entendida como bien de consumo, constituye, por otra parte, una elocuente expresión del nivel social y económico de una familia. Así, dependiendo de las características que presente una casa, podrá llegarse a conclusiones acerca del status de la familia que la ocupa. Los valores, hábitos y criterios estéticos propios de cada clase social se reflejarán, de este modo, en la vivienda. En general, las clases más poderosas económicamente suelen tener acceso a viviendas más espaciosas y de mayor calidad, sin embargo, factores como su localización en una determinada zona de la ciudad resultan, en ocasiones, más significativos que las características de mayor o menor calidad en la construcción de una vivienda.

La vivienda y la economía

Así como la inversión en la compra o alquiler de una vivienda constituye una de las inversiones más significativas dentro de la economía familiar o individual, también si se atiende a la economía de una sociedad se observa que la vivienda constituye uno de los indicadores más fiables para apreciar las características generales de esa sociedad. Los economistas hacen notar que el ritmo de construcción de viviendas es el exponente más claro para apreciar el grado de prosperidad económica de una sociedad en un momento dado. Esto se debe al hecho de que para construir una vivienda se movilizan prácticamente todos los sectores industriales y artesanos que dan vida económica a un país. El hecho de que el nivel de construcción sea alto suele responder a la existencia previa de una demanda capaz de adquirir las viviendas construidas. Con el incremento del número de edificaciones, esta parte de la población que desea invertir su capital verá la posibilidad para hacerlo, lo que contribuirá a desarrollar una movilidad económica que siempre resulta saludable para un país.

Por otra parte, el grado de prosperidad que pueda haber alcanzado la economía en un lugar y en un momento dado se refleja también en la disminución del número de infraviviendas, que también se conocen bajo el nombre de “viviendas precarias”. Este tipo de vivienda construida a base de materiales de desecho da cobijo a familias enteras sin contar en realidad con unas mínimas condiciones de salubridad en sus instalaciones. Los poblados de viviendas precarias suelen estar situados en zonas marginales de las ciudades, desplazándose continuamente a aquellos terrenos suburbanos o rurales -alejados del “centro”- que no han sido urbanizados y que, por razones de mercado, se convierten en terrenos atractivos para especuladores.
Actualmente, los gobiernos nacionales de los países que padecen el problema de la existencia en su territorio de una alta proporción de infraviviendas van incorporando a sus proyectos políticos, cada vez con más frecuencia, programas de realojamiento en viviendas convencionales dirigidos a estas familias, no sólo con el propósito de proporcionarles alojamientos más dignos, sino también porque, con este procedimiento, pueden disgregarse los grupos que pudieran llevar a cabo actividades socialmente reivindicativas, e incluso delictivas, muchas veces asociadas con estos poblados marginales de vivienda precarias, y procurar así su reintegración social. A su vez, resulta claro que el grado de prosperidad de una sociedad se traduce no sólo en el número de viviendas que se construyen, sino en su calidad y categoría, de las que dependerá el grado de satisfacción de aquellas familias que lleguen a habitarlas, así como la decisión que los consumidores puedan tomar para realizar o no una inversión económica en ellas.

Todas estas observaciones sobre la importancia de la vivienda como bien de consumo y como motor de la economía de una sociedad determinan el hecho de que, en los países desarrollados, los Estados presten una gran atención a la planificación de las construcciones. Históricamente, siempre que se ha producido la urbanización de una zona, se ha hecho necesaria cierta intervención por parte del Estado, aunque sólo fuera desde el punto de vista urbanístico, para evitar que brotaran epidemias causadas por las condiciones insalubres de las edificaciones o por el hacinamiento. Desde la época de gran desarrollo de la vivienda que tuvo lugar como consecuencia de la Revolución Industrial a lo largo del siglo XIX, en los países de cultura anglosajona, precisamente allí donde el desarrollo industrial y urbano tuvieron más fuerza, la creación de vivienda destinada a ser ocupada por colonias pertenecientes a las clases trabajadoras corrió en buena medida a cargo de los mismos empresarios que ofrecían el empleo a los obreros a menudo emigrados a la gran ciudad desde las zonas rurales. Estas viviendas no siempre presentaban unas mínimas condiciones de dignidad para los trabajadores que iban a ocuparlas. Como reacción, se crearon organizaciones de beneficencia privada que se preocuparon por ofrecer viviendas de más calidad y en unas condiciones más favorables precisamente a las clases trabajadoras o a las más desfavorecidas económicamente.

Las dos formas de intervención en la construcción de viviendas por las que puede optar un Estado consisten, por una parte, en realizar programas de viviendas de protección oficial, que se venden a los ciudadanos a un precio menor que las construidas exclusivamente por iniciativa privada; por otra parte, el Estado puede preferir animar la capacidad de sus ciudadanos para invertir en vivienda. Así, el grado de intervencionismo de cada Estado puede ser mayor o menor, pero, en general, todos mantienen algún grado de influencia o de intervención, ya sea construyendo o estimulando la adquisición de viviendas mediante procedimientos tales como la concesión de créditos a fondo perdido, desgravaciones fiscales o, sencillamente, mediante el establecimiento de legislaciones protectoras para los inquilinos o para aquellos que deciden invertir sus ahorros en la adquisición o construcción de una vivienda.

LA CIUDAD

Las ciudades son entes vivos. Tienen carácter y fisonomía, aunque sea por ausencia; tienen estilos, tamaños, colores, formas, tendencias, gustos y enfermedades como cualquier ser, porque son concebidas, hechas y usadas por seres vivos que las transforman según sus propios deseos y necesidades. Son, también, algo siempre inacabado, en busca de una mítica perfección que tal vez nunca llegue, pero no por ello se ceja en el intento.
De su análisis, se han desprendido estudios, teorías y aseveraciones que, en su conjunto, no hacen otra cosa más que mostrar la verdadera imagen del Hombre, su cara y su conciencia, pues la historia universal se ha escrito desde y para las ciudades, morada de ese Hombre. Su estudio constituye una actividad apasionante que nos abre puertas para entender nuestro entorno, tanto físico como social y, en última instancia, a nosotros mismos como individuos y como parte de la comunidad.

Son el escaparate de los pueblos y culturas que las usan y habitan, y como tal, no hay dos que sean iguales, aunque en algunos casos, especialmente en las contemporáneas, se den grandes similitudes entre ellas. Son la expresión más elevada del espíritu humano, y nos muestran su mejor aspecto, aunque las trastiendas de este escaparate a veces oculten (o traten de hacerlo) carencias y vicios, promiscuidad y violencia, agonía y sufrimiento; pero también, y a cambio de esto, está el anhelo por llegar a un éxtasis que puede rayar en lo divino, al contener las manifestaciones más excelsas de la obra, del saber y del pensamiento humanos.

En este sentido, la elaboración de una política adecuada de desarrollo urbano tendrá que centrarse, en primer lugar, en una visión de la ciudad que, a partir del examen de sus componentes históricos, ecológicos, sociales, políticos y económicos, y de la problemática que conllevan, intente acercarnos al conocimiento de su realidad morfológica y sociológica para llegar, a partir de ella, a un planteamiento inicial de alternativas de solución basadas en la participación de todos los actores involucrados en los procesos urbanos.

Tiene razón Marx cuando dice que el “hombre solo” de Rousseau o de Feuerbach es una creación de la imaginación y que nunca ha existido, que nunca existirá. El hombre, el Zoon politikon de Aristóteles, está hecho para la ciudad tanto como ésta está hecha por él. Entendemos así el fracaso de muchos de los grandes conjuntos habitacionales -diseñados para un hombre “promedio”, inexistente- o de las ciudades-dormitorio, donde toda posibilidad de convivencia es negada; el hombre se siente en ellos desarraigado de su sociedad natural. Y a pesar de todo, continuamos actuando en como si esto no existiera. Planteamos, con demasiada frecuencia, metas de planificación urbana que, mientras más lejanas y complejas son, menos se alcanzan y cubren. Cada vez funciona menos la planificación, y sin embargo, cada vez hay más planificadores. Para entender esta paradoja, hay que partir de dos conceptos fundamentales:

- primero, estar conscientes de que la planificación -en términos generales- es un aparato ideológico manejado por grupos de poder, que consiste en tratar técnicamente lo que son, en última instancia, problemas políticos; es decir, el manejo de situaciones utilizando la ideología de la racionalidad y supuesta neutralidad científicas, lo que permite al planificador -cualquiera que éste sea- erigirse “por encima” de los intereses populares y aplicar las fórmulas más acordes (aunque no necesariamente las más apropiadas) con sus propósitos y criterio para legitimar los intereses de una clase o grupo dominante. La planificación, en este sentido, son sólo discursos ideológicos.

- segundo, que la planificación, sobre todo los aparatos de planificación urbana, son fundamentalmente instrumentos de negociación entre las distintas clases y fracciones de clases sociales -en la que generalmente los que menos tienen son los que menos beneficios obtienen- y en las que se plantean soluciones a los problemas de equipamientos colectivos y las decisiones de cómo va a desarrollarse la ciudad, en qué sentido, cuáles y de qué tipo los equipamientos, quién va a pagar, quién no, etc. Esta negociación se convierte, mas que en otra cosa, en un intento por minimizar o desviar presiones sociales y llegar a soluciones de “arreglo” que simplemente palian los problemas sin resolverlos realmente.

La verdadera misión técnica del urbanista, del planificador, no es, como se cree, planear y poner en operación esas reformas internas menores e inconexas; consiste en articular las distintas partes de la ciudad (periferia con el centro; periferia consigo misma, como futuros centros vitales de la ciudad) tomando en cuenta todos los factores y a todos los actores de la vida urbana; sin utilizar un criterio de zonificación a ultranza (creadora de ciudades-dormitorio, de arrabales fabriles o zonas comerciales y de servicios) que ha resultado en un fracaso, al privar a cada una de estas zonas de los otros y muy ricos elementos que constituyen el “organismo” total de la urbe.

Existen técnicamente tres vías por las que, inicialmente, puede actuarse en consecuencia:
1.- Estricta regulación (y observancia) de uso del suelo urbano (y de las “zonas” de reserva territorial) mediante ordenamientos federales, estatales y municipales severos (normativa).
2.- Medidas fiscales que graven fuertemente los usos indebidos del suelo urbano, hasta hacerlos no rentables (restrictiva).
3.- Adquisición (por compra, expropiación, donación, etc.) de suelo urbano por organismos estatales (socialización del suelo).

En nuestro país, con un obsesivo -y muy bien resguardado- respeto a la acción de la iniciativa privada en los bienes raíces, se ha empleado en algunos casos la primera vía (utilizando como herramienta planos reguladores que se vuelven insuficientes y anacrónicos en pocos meses, o presiones de grupos de poder político o económico, etc.), que también ha resultado la más ineficaz, al sobreponer el interés y bienestar de unos cuantos al de la colectividad. La segunda vía sería más eficaz y, con información previa adecuada, los propietarios -e incluso los promotores del mercado urbano- pueden encaminar sus inversiones a otros campos o emplear otras modalidades, evitando con ello, además del peligro de la exacerbada especulación inmobiliaria, el desaliento a la inversión privada. La tercera vía, sería la consecuencia de la no-aplicación o no-observancia de las dos primeras, aunque conlleva riesgos de un control casi monopólico del desarrollo urbano por parte del Estado, lo que no siempre ha resultado la mejor opción.

Pero más importante aún, es el hecho ya mencionado de la ausencia del poblador, de su no-participación en los procesos que conforman su ciudad. Y no participa porque muchas veces ni siquiera es tomado en cuenta, pero también, y de manera muy importante, por su propia pasividad. Nos enfrentamos, según Lefebvre, “… al punto más grave de la problemática urbana: la pasividad de quienes deben estar más interesados y concernidos por los proyectos, y más puestos en entredicho por las estrategias”. El urbanismo en su conjunto ha sido culpable en buena parte, debido a su “…doble aspecto: ideología e institución, representación y voluntad, presión y represión, establecimiento de un espacio represivo representado como objetivo, científico, neutro… …No puede haber pensamiento -urbano- sin utopía, sin explotación de lo posible, del otro lugar. No puede haber pensamiento sin referencia a una práctica (en este caso la de habitar y la del uso, pero ¿qué práctica es posible si permanecen mudos el habitante y el usuario de la ciudad?)… El arquitecto que dibuja, el urbanista que compone el plano-masa, ven desde arriba y desde lejos sus ‘objetos’: edificios y vecindad. En tanto que creadores y proyectistas, se mueven en un espacio de papel, de escrituras. Después de esa reducción casi total de lo cotidiano vuelven a la escala de lo ‘vivido’. Creen reencontrarlo, cuando por el contrario ejecutan sus planes y proyectos en una abstracción al segundo grado. Pasan de lo ‘vivido’ a lo abstracto para proyectar esta abstracción, nuevamente, al nivel de lo ‘vivido’ “.
Por otra parte, hay también razones históricas. Durante mucho tiempo, la gente se interesó por su ciudad, por su urbe; aunque se tratara a veces de grupos dominantes, expresaban su propio interés por el aspecto morfológico -y social- de su entorno, que consideraban en última instancia como algo propio. Esta situación no ha desaparecido todavía en ciudades pequeñas y medianas; sin embargo, está decayendo por una pérdida de motivaciones y razones. De ser una actitud firme, productora, actualmente ha pasado a ser una actitud defensiva, en pasividad. La razón básica de esto, se encuentra hoy en la fragmentación del fenómeno urbano que plantea, por otra parte, una paradoja más, ya que sólo puede pensarse en la ciudad como un todo, cuando ese carácter total no se capta cabalmente.

Quizás la razón sociológica más importante de la pasividad, de esa ausencia de participación de los interesados, sea la larga costumbre de delegar intereses y funciones: en representantes políticos, sociales, laborales, etc., quienes no siempre han cumplido cabalmente su encargo, o se involucran en prácticas de corrupción; en peritos y “técnicos”, o en líderes de segunda que no contemplan o entienden cabalmente los intereses comunitarios. El habitante y usuario de la ciudad resulta excluido, entonces, porque se excluye a sí mismo de un posible diálogo -si lo hay- entre políticos, dirigentes y técnicos que, a veces, son la misma persona, a veces son antagonistas, a veces llegan a un acuerdo entre sí, sin tomar en cuenta al poblador, al usuario de infraestructura y servicios, al verdadero usuario de la ciudad.

Paradójicamente, de cuando en cuando aparecen grupos que exteriorizan sus preocupaciones por la preservación del ambiente, entendido éste en su totalidad: contaminación de las aguas, del aire, del suelo; contaminación sonora, visual, social, en una palabra, de todos los componentes de la ciudad, de la ciudad toda. Sin embargo, no hay que engañarse; muchas veces tras estas declaraciones que se manejan en congresos internacionales y se lucen en planes de gobierno, no existe más que un nuevo planteo tecnológico tendiente a minimizar u ocultar los negativos efectos sociales del daño permanente -y aún vigente- ocasionado por los procesos incontrolados del desarrollo económico y especulativo de la ciudad, al que todos hemos contribuido de una manera u otra. Muy raramente, en cambio, se plantea una hipótesis que cuestione de raíz la validez y legitimidad de tales procesos para el desarrollo y la convivencia humana, en un ámbito que satisfaga las simples y profundas necesidades del Hombre.

Cada ciudad o cada barrio tiene y debe expresar sus características propias. Así como un edificio debe representar claramente con su aspecto físico cuál es su función, así como el hombre usa ropa adecuada a cada actividad o necesidad, una pequeña ciudad agrícola no puede tener el mismo aspecto que una pequeña ciudad industrial o comercial. Sin embargo la falta de imaginación y autenticidad de sus habitantes, y el condicionamiento al que en algún momento hace referencia Lefebvre, hacen que se modifiquen y oculten los rasgos diferenciales, quitándoles nobleza y realidad tras una anodina decoración aplicada. El espacio urbano debe responder eficientemente a todas las necesidades del usuario; por lo general, al construirse e integrarse la gigantesca estructura de viviendas, administración, servicios, comunicaciones, que constituyen el cuerpo físico de una ciudad, es donde se incurre en la omisión de los factores antes mencionados.

El habitante de la ciudad -y en buena medida el del campo- está sujeto a ese constante condicionamiento en aspiraciones, modelos, gustos etc., manipulado por un sistema en el que lo importante no es ser, sino tener; más aún -y mucho más grave- en “parecer que se tiene”, porque si no se actúa así, se corre el riesgo de ser marginado de una sociedad que sólo acepta a los “triunfadores” en función de su status económico y social, y no de su experiencia o conocimientos.

Si la ciudad es un producto de la sociedad en su conjunto, y como tal está sujeta a distintos modos de producción, deben darse también distintos esquemas normativos para ello, diseñados a partir de las posibilidades que plantean la realidad y la práctica sociales. Debe existir, en primer lugar, un tratamiento normativo diferente para los “diferentes”; en segundo, deben reconocerse y respetarse los derechos sociales de todo tipo; y finalmente, debe potenciarse a los actores todos del proceso. El Estado puede y debe propiciar el acceso de los pobladores a los mecanismos de diseño de la ciudad mediante instrumentos adecuados a los distintos grupos sociales, sea con asesorías, créditos, subsidios, asignaciones, etc., y no pensar en mecanismos a los que sólo puede acceder una minoría. Valga recordar que la experiencia se construye “de abajo a arriba”, a través de intentos y realizaciones -positivos y negativos- y de un diálogo entre “los de arriba” y “los de abajo”.

Pero, por otra parte, cuando se ha intentado establecer canales para esa comunicación entre todos los involucrados sobre la definición y construcción de su entorno, se enfrenta el proceso con la incompatibilidad entre la percepción que tiene la gente de las posibles soluciones y la que tienen los técnicos involucrados en procesos de planificación urbana. Porque esta relación se maneja con un carácter individual, es decir, como un proceso en el que planificadores y urbanistas se sitúan de un lado y la gente de otro. Los resultados son, por lo general, insatisfactorios para ambas partes, pues se llega a soluciones de “compromiso”, en las que ni se satisfacen plenamente las aspiraciones culturales de la gente -aunque se les proporciones modelos “socialmente aceptados”- ni los técnicos se sienten satisfechos al desarrollar forzadamente alternativas que “sienten” equivocadas, pues -según ellos- “la gente no sabe cómo ni dónde debe vivir y tiene que ser educada en ese sentido”.

Esa relación debe ser dinámica y colectiva, inmersa en un proceso dialéctico desarrollado conjuntamente por trabajadores intelectuales especializados en esas tareas, y pobladores comprometidos, a su vez, con la construcción y preservación adecuadas de su entorno. Mediante el diálogo, el aprendizaje mutuo y el intercambio de experiencias, aspiraciones y formas de lograrlo, es como realmente se puede llegar al diseño de un entorno que resulte plenamente aceptado, porque incluirá no sólo parámetros técnicamente adecuados de diseño y construcción, sino valores culturales, sicológicos y sociales apropiados.

Si se toma simplemente la expresión directa de los deseos de ambos grupos, o de la expresión material de las formas espaciales y urbanas que unos y otros desean sin analizarlos debidamente y expoliarlos de cargas ideológicas y condicionamientos, se estará poniendo en práctica la ideología que una clase privilegiada y dominante ha impuesto como patrón de desarrollo, como “moda”, y se caerá en las típicas formas pequeño-burguesas que poco o nada han servido para resolver el problema urbano. Reproducir esto es una simple actitud populista. Es caer en el peor error, que es decidir por la gente lo que la gente quiere, lo que tiene que ser. Es esta una visión falsa de soluciones, puramente tecnocrática y “neutral”.

Hay que partir, inicialmente, de entender lo que la gente quiere de la práctica y experiencia del planificador, y traducirlo en formas espaciales, que no necesariamente van a coincidir con la visión que uno u otro tienen del objeto urbano. La alternativa, aunque para muchos diseñadores y técnicos planificadores parezca inapropiada, es diseñar conjuntamente con los usuarios de la ciudad, usando esa traducción para proporcionar lo que la gente realmente necesita, lo que en última instancia va a vivir y usar. Y no se trata aquí de diseñar y construir un entorno “especial” para pobres o marginados con un criterio clasista o discriminatorio, que quede claro. De lo que se trata es de que el poblador use y disfrute su entorno, y éste funcione de acuerdo con sus parámetros culturales. No se puede pretender que un japonés o un lapón usen su vivienda (adecuada a condiciones específicas) del mismo modo que la usan un musulmán o un hindú. Ni tienen las mismas características morfológicas, ni emplean los mismos materiales o patrones culturales de uso.

Entonces, ¿Hasta qué punto la gente no sabe -o no puede expresar “adecuadamente”- lo que es el espacio urbano y los diseñadores y planificadores urbanos sí? Si consideramos que la concepción del espacio viene de la experiencia, de la práctica, habría que analizar en primer término qué tipo de práctica se enseña a los técnicos “planificadores”, quienes generalmente emplean un tratamiento del espacio ligado a funciones específicas que han sido determinadas e impuestas por una clase social política, económica y culturalmente dominante. En este sentido, tan inadecuada puede ser la concepción espacial de la gente como deformada o inapropiada la que tengan los técnicos.

El diseño de la ciudad tiene que partir, como ya se dijo, de un proceso dialéctico de aprendizaje mutuo entre habitantes-usuarios y técnicos, en el que unos y otros se desprendan de ropajes y etiquetas de “expertos”, “conocedores”, etc. Si este proceso se da teniendo como herramienta fundamental el diálogo franco y de compromiso entre unos y otros, con una visión integral de los problemas y una ideología no dominada por las fuerzas económicas especulativas y marginadoras, los resultados son experiencias reales, viables, y muy ricas y trascendentes.

Ejemplos exitosos de esto existen, y se siguen dando, tanto en experiencias de asesoramiento integral proporcionado por organizaciones no gubernamentales, como en procesos de diseño participativo desarrollados conjuntamente por estudiantes y maestros de algunas escuelas de arquitectura, y grupos pauperizados de pobladores. En el primer caso, se ha establecido una dinámica de participación que ha permitido a colonos de zonas marginales organizarse para demandar y obtener servicios e infraestructura, y poder acceder a créditos y financiamiento para la construcción de los mismos y de sus viviendas, así como para la de sus espacios comunitarios urbanos. En el segundo, se ha venido desarrollando, junto con los pobladores, un “lenguaje” común en el que ambas partes pudieran expresar y entender propuestas en términos verbales, gráficos y volumétricos, así como la realización de proyectos -utilizando algunos procesos de autoconstrucción- que se llevaron a la práctica con muy feliz término.

Ambas alternativas son eficaces, porque se logró, inicialmente, despertar en todos los participantes un espíritu de trabajo colectivo y democrático enfocado a la solución de problemas que parecían insalvables; pero también porque se demostró, más allá de toda duda, que los problemas urbanos pueden y deben ser atacados con la participación de todos los actores que intervienen en el proceso de crecimiento y desarrollo de las ciudades, que pueden hacerse las cosas, y que se hacen bien.

Estamos a tiempo para retomar esas experiencias y aplicarlas en nuestras propias comunidades, en nuestras ciudades, como un ejercicio de toma de conciencia, de responsabilidades -personales y colectivas- y, lo más importante, de decisiones, para que sea la comunidad la que decida su futuro y su entorno, y cómo quiere vivirlo. Tendremos entonces algo mejor en lo que podamos crecer, nosotros, nuestros hijos y nuestros vecinos; tendremos, en suma, una sociedad más sana y consciente, y una mejor ciudad para desarrollarnos.
Ello implica asumir esas responsabilidades como individuo y como parte de la comunidad a la que se pertenece. En una primera instancia, reconocer y asumir la responsabilidad como persona; después, como miembro de una familia; posteriormente, como usuario de un entorno conocido y de ahí al de miembro de un barrio o colonia, para llegar finalmente a la responsabilidad compartida como habitante y usuario de la ciudad, como ciudadano.

Cuando el ciudadano, cuando la colectividad participa con un real y auténtico compromiso de grupo, su organización permanece como un mecanismo generador de satisfactores, más allá y después de que el objetivo primario ha sido alcanzado. Desarrolla el concepto de solidaridad y seguridad en sí misma para lograr lo que se proponga, aunque sea por medios distintos a los “socialmente” establecidos o se tarden más, eso no importa. Lo básico, lo trascendente es la participación; consciente, informada y responsable, como única vía hacia la construcción del entorno, de la ciudad toda, y cuya su salud y aspecto serán entonces obra de todos.

Si nuestra opinión como individuos y como colectividad es valorada y respetada por los demás y -lo más importante- por nosotros mismos, es posible contar con una riqueza que permita construir la ciudad que todos queremos y a la que todos tenemos derecho.
La ciudad es de todos y para todos. Su gestión, su manejo y su destino son algo que nos pertenece, algo que debe hacerse por la gente y para la gente. Esa es nuestra meta como ciudadanos, y es alcanzable. 

Fuente: Arquba.com

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