La Cabeza del Arquitecto

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Maurice Lagueux, Departamento de Filosofía, Universidad de Montreal, Traducción: ARQ. EDWIN ARIAS CISNEROS.

Marx, en un célebre pasaje del Capital en el cual busca evidenciar la cualidad propia del hombre, señala que si la abeja guiada tan sólo por su instinto, puede confundir “la habilidad de más de un arquitecto”, no obstante “aquello que distingue a primera vista el más malo de los arquitectos de la más experta de las abejas, es que él construye la celda en su cabeza antes de construirla en la colmena”. Este pasaje no es, sin duda, aquel en el cual se afirma con la mayor lucidez la originalidad del pensamiento de Marx, pero sin embargo constituye, y con cierta elocuencia, el testimonio de una convicción bastante característica de todo pensamiento que, como aquel de Marx, busca ser a la vez decididamente socialista y decididamente moderno. El socialismo, en efecto, propone concebir los planes de una sociedad mejor, y la modernidad puede reconocerse en la voluntad del hombre moderno para asumir su destino. La “cabeza” del arquitecto, donde son concebidos los planos de aquello que se construirá posteriormente, constituirá una especie de símbolo para quienes suscriben aquellos valores que evocan conjuntamente el proyecto socialista y la modernidad como tal. Aún si “el arquitecto” evocado en este pasaje de Marx es forzosamente tan sólo una figura un poco abstracta, puede resultar interesante el preguntarse si la historia de la arquitectura moderna y en particular la historia de los vivos debates de los cuales aquella fue el teatro, puede arrojar alguna nueva luz sobre la cuestión del socialismo y sobre todo sobre la cuestión de la “modernidad”. Pero antes de ir más lejos en esta búsqueda, puede ser útil recordar un poco más precisamente por qué la arquitectura puede ser asociada de una manera tan espontánea tanto al socialismo como a la modernidad.
Socialismo, modernidad y arquitectura


Arquitectura y socialismo

Lo que Marx da a entender en este pasaje es que, si hay una superioridad del hombre sobre el animal, ella se manifiesta antes que nada, en el poder que tiene aquel de construir primero “en su cabeza” el plan de aquello que se empleará después para su realización, tal como el arquitecto construye primero “en su cabeza” la casa que él realizará después en el mundo real.
Ahora bien, ¿qué otra cosa puede ser el socialismo sino la firme voluntad de construir un mundo que sea el resultado, no del azar de un mercado impersonal sino de un plan que los pensadores iluminados han construido primero en sus cabezas? Además, aquella idea que busca que toda intervención política importante suponga primero la elaboración de un “plan” de aquello que va a ser realizado, siempre ha estado estrechamente ligada al pensamiento socialista y, más generalmente, a todo pensamiento que espera transformar el mundo en nombre de cualquier utopía. En efecto, los utopistas de todas las edades han rivalizado literalmente en previsión y en su minucia cuando se ha tratado de concebir los planes de las ciudades ideales que han imaginado. Algunos de ellos estimaban conveniente tener que reunir el mayor número posible de cerebros en tal empresa, como Cabet, quien recomendaba proceder a través de concursos para concebir el plan de la casa modelo a partir de la cual serían construidas “todas las casas de la comunidad” que él deseaba ver edificarse. Otros preferían ocuparse directamente de los más minuciosos detalles de los proyectos, como Fourier, quien se atareaba en establecer planes minuciosos para la construcción de su Falansterio, los cuales inspiraron posteriormente a más de un arquitecto.
Podemos afirmar que el arquitecto que concibe los planos de una modesta vivienda no será en absoluto conducido a percibir su trabajo como un acto político inscrito en el marco de una empresa utópica. Pero cuando se trata por ejemplo de un proyecto de vivienda colectiva en el cual se propone un nuevo modo de vida a numerosas familias, la distancia entre el acto político y el gesto arquitectónico disminuye considerablemente. ¿Qué decir en el caso de los proyectos de urbanismo en los cuales los arquitectos han sido conducidos tan frecuentemente a aplicar sus conocimientos, comprometiéndose de hecho con una actividad en la cual las dimensiones políticas son manifiestas? Si concebir los planos de una unidad de vivienda colectiva constituye en sí un gesto político, concebir aquellos del centro de una ciudad o de una región entera, lo es aún más. Así, no sería sorprendente que, cuando se trata de planificar el ordenamiento de un vasto territorio, el arquitecto aborde las cosas con la ayuda de categorías suficientemente análogas a aquellas que le inspiran cuando se trata de construir una simple casa. Por ejemplo Le Corbusier en su célebre “Plan Vecino”, no dudaba en proponer el arrasar una buena parte del centro de la ciudad de París para construir allí una serie de inmuebles cruciformes, racionalmente concebidos y alineados que debían, en una versión posterior modificada pero inspirada en la misma concepción, ser presentados como “inmuebles cartesianos”. Esta proposición ha podido parecer descabellada, y sin embargo es comparable a aquella subyacente a los proyectos de “ciudad radiosa” de este célebre arquitecto, proyectos que están lejos de haber sido realizados en toda su amplitud, pero que, bajo varios aspectos, correspondían a lo mejor adaptado y más generoso que el espíritu humano podía concebir en aquel momento para responder a las necesidades reales de una humanidad cruelmente privada de sol, de aire puro y de vegetación. Se sabe que en el transcurso de los años 50, este racionalismo corbusiano pudo, entre otras cosas, encarnarse en dos capitales modernas construidas completamente en medio de tierras hasta ese entonces prácticamente inhabitadas y situadas en regiones particularmente inhospitalarias: Chandigard al noroeste de la India, cuya concepción fue confiada al mismo Le Corbusier, y Brasilia, la nueva capital de Brasil, la cual fue realizada por Costa y Niemeyer, dos discípulos de aquel arquitecto. Más adelante retomaremos este tema respecto del destino tan discutible de estas audaces ciudades experimentales así como de otras experiencias inspiradas en concepciones análogas, pero por el momento habrá sido suficiente el observar que los planes de los arquitectos toman a veces dimensiones que les acercan a aquellos que los socialistas deben concebir con miras a realizar las más ambiciosas utopías.
Es cierto que los planes de los socialistas no implican solamente la organización estructural de una ciudad o de una región: estos implican también el funcionamiento de la economía o de la vida social en general. De esta manera, después que los socialistas tomaron el poder en esa vasta comarca que más tarde conformaría la Unión Soviética, no demoraron en concebir el plan de aquello que debería ser la economía de ese país. Tal empresa era sin embargo considerable, y no fue sino a finales de los años 20 que un primer plan quinquenal pudo ser puesto en marcha. En aquel momento en Occidente se estaba tan profundamente convencido de la indiscutible superioridad del arquitecto sobre la abeja, que la idea de que un país viera su economía regulada por un plan preconcebido en la cabeza de algún arquitecto social, constituiría por largo tiempo la envidia de aquellos que debían contentarse con una economía de mercado que ciertamente parecía más próspera en ese momento, pero que se veía aún más amenazada por estar regida por tradiciones que de ninguna manera eran racionales y por no haber sido pensada con anterioridad en la cabeza de nadie.
Los arquitectos y los socialistas tenían entonces algo en común: la tendencia a concebir los planes antes de llevar a cabo la realización de un proyecto cualquiera. En el contexto del pensamiento socialista, la función del arquitecto casi encuentra algo del aura simbólica que le había otorgado en otro tiempo su lejana asociación con el pensamiento masónico. Sin duda alguna, no es casual que tantos grandes arquitectos del siglo XX hayan sido motivados por profundas convicciones socialistas. Es así como aquellos que más han contribuido a dar un impulso decisivo a la arquitectura moderna –Gaudí, Wright, Berlage, Mies van der Rohe, Le Corbusier, Gropius, para nombrar los más célebres, o aún Hannes Meyer, Mart Stan o Ernst May, para nombrar los más radicales– se proclamaron sin ambages partidarios del socialismo, al menos en algún momento de su carrera. ¿Por qué sorprenderse de que un arquitecto sea seducido por la idea según la cual es más válido trazar el plan de una sociedad antes de construirla? Resulta difícil comprender cómo los arquitectos, quienes tenían más que nadie el hábito de concebir los planos y verificar la factibilidad de los proyectos que concebían primero en sus cabezas con ayuda de aquellos modelos reducidos constituidos por las maquetas, hubieran podido, cuando se trataba de instaurar la estructura de una economía, abandonar los principios que a juicio de ellos se imponían cuando se trataba de construir una unidad de habitación colectiva o cuando se trataba de planificar la organización de una ciudad. Entonces, en virtud de una especie de deformación profesional si nos atrevemos a decirlo, un arquitecto está inclinado a simpatizar con una acción política consistente en la ejecución de un plan preconcebido y la aplicación de principios racionales.


Arquitectura y modernidad

Los arquitectos modernos tenían por lo demás, una segunda razón para ser seducidos por esta manera de ver: además de ser arquitectos se pretendían modernos. En arquitectura como en otras áreas, el advenimiento de la modernidad ha sido marcado por la voluntad de romper con las tradiciones que guiaban los arquitectos más “clásicos”. El origen del movimiento moderno se establece habitualmente en medio de las ideas revolucionarias del siglo XVIII, cuando se afirman, aunque de manera bastante marginal, las audaces ideas de algunos arquitectos que, por lo demás, no han dejado de ser calificados de utopistas. Es cierto que todo el siglo XIX se ha caracterizado por un regreso a la utilización de formas más “históricas” de la arquitectura, pero la revolución industrial triunfante fue más bien la ocasión para que los arquitectos más innovadores conquistaran las bases tecnológicas sobre las cuales debería apoyarse la arquitectura moderna. Sin embargo, fue tan sólo después de la primera guerra mundial que aquello que debía llamarse “movimiento moderno”, se afirmaría con cierto fragor. En realidad, dada la dependencia característica de los arquitectos que operaban en el sector privado al abrigo de clientes adinerados con gustos por lo general bastante tradicionales, esta afirmación ha sido ampliamente confinada -a parte de ciertas notables excepciones- al sector de la vivienda social, en el cual la tendencia de los arquitectos “modernos” a valorizar la uniformidad y el despojo, se ha dado en el sentido de las restricciones económicas que se imponían, restricciones provenientes de los gobiernos deseosos de construir “en serie” y “a bajo costo”.
De cualquier manera, si el “movimiento moderno” en arquitectura se consolidó en el transcurso de los años 20, dicha consolidación se debió más que todo a la efervescencia de las ideas que a la iniciación de obras de construcción. En el transcurso de algunos años llegó a imponerse una nueva visión de la arquitectura en toda Europa. La estética tradicional había perdido su autoridad y un nuevo vocabulario dominaba ya la escena teórica: “razón”, “técnica”, “ciencia”, “función”, “construcción”, llegarían a ser rápidamente las palabras claves de la arquitectura. Numerosos movimientos diferentes entre sí en gran parte de sus puntos de vista, pero emparentados por la voluntad de dar cabida a aquellos valores nuevos, movilizarían las mentes más audaces de la época. El constructivismo en la U.R.S.S., la “Neue Sachlichkeit” en Alemania, el purismo impulsado por Le Corbusier en Francia, algunos movimientos emparentados con estos en Suiza (”ABC”) y en Holanda (Opbouw, y sobre todo De Stijl), el futurismo sorprendentemente precoz y el racionalismo más sobrio y tardío originados en Italia, difundirán algunas de las ideas nuevas que la Bauhaus consagró para la posteridad. Se trataba de hacer, grosso modo, “tabla rasa” del pasado, y dentro de esta visión, rechazar toda ornamentación vana a cambio del despojo, el cual, en este contexto, tenía algo de espectacular: se trataba de sacar el máximo partido de las nuevas tecnologías, de despejar, dentro de un espíritu “científico”, los principios mismos de la “construcción”, de dejarse guiar por la función del objeto construido hasta el punto de buscar antes que otra cosa la realización de “objetos-tipo” y aún de “edificios-tipo”, destinados a responder más eficazmente, dada la pureza de sus líneas, a las necesidades diagnosticadas. Todos estos movimientos contribuirán más o menos directamente a la formación de un nuevo “estilo” arquitectónico que, desde 1932, Hitchcock y Johnson bautizarán con el nombre de “estilo internacional”.
En Europa, la segunda guerra mundial debía rematar lo que aún subsistía de estos movimientos, aniquilados ya en buena parte por el fascismo o el nazismo. Una vez que la guerra llegó a su fin, las ideas que inspiraban aquellos movimientos conocerían un nuevo vuelo tanto en los Estados Unidos, donde en arquitectura y en otros campos los inmigrantes con ingenio no dejaban de imponer su marca, como en Europa, donde la “reconstrucción” exigía un esfuerzo que, con una relativa satisfacción es cierto, tan sólo podía inspirarse en ideas modernas. Para aquella época, el movimiento moderno había encontrado en Le Corbusier una especie de héroe a quien se admiraba por su inagotable fecundidad, y en Mies van der Rohe un maestro respetado por todos, inclusive por los más rebeldes y conservadores.
Sin duda, puede pensarse que el “estilo internacional” estaba ya en vías de ser recuperado por el “establecimiento”, en el momento en que Samuel Bronfman confiaba a Mies van der Rohe la construcción del Seagram Building en Park Avenue, Nueva York. En efecto, en el transcurso de los años 50 y 60, las ideas de la Bauhaus supieron imponerse principalmente en materia de arquitectura comercial e industrial. Pero sería conceder demasiada importancia a una temática política heredada del siglo XIX, el pensar que la filosofía de la arquitectura que inspiraba la construcción de un inmueble como el Seagram, (el cual, a los ojos de algunos, iba a ser respecto del modernismo internacional lo que el Panteón había sido respecto del clasicismo griego), haya sido muy diferente de aquella que había guiado a los arquitectos de la vanguardia de los años 20, por muy empapados que estuvieran de un ardor socialista todavía juvenil. Lo importante a este nivel no es saber quién financia la obra arquitectónica o para qué servirá ésta, sino saber qué principios han precedido las concepciones del arquitecto. Así pues, tanto para los maestros más respetados del estilo internacional que triunfaba en los años 50 y 60, como para los pioneros del movimiento moderno todavía muy marginal que tomaba forma en el transcurso de los años 20, construir no significaba adaptarse a un contexto particular y conciliar con las tradiciones históricas, sino más bien “partir de cero” para aplicar sistemáticamente una tecnología experimentada en la realización de un objeto concebido para cumplir su función de manera eficaz, y, por este mismo hecho, de manera elegante. Es con este espíritu que Le Corbusier, en su período más funcionalista, se refería a una casa como “máquina para habitar”, y veía en los transatlánticos y en los aviones ejemplos de lo mejor que podría producir una estética decididamente moderna.
Es así como la arquitectura moderna ha podido realizar a su manera, un programa que ha podido calificarse de “modernista”. Por ello entendemos que estos movimientos que se pretendían revolucionarios y que, en el transcurso de los años veinte establecieron las grandes líneas de una arquitectura moderna destinada a triunfar en todas partes a lo largo de los años 50 y 60, no hacían más que aplicar a la arquitectura algunas ideas representativas de las tendencias que, desde el Siglo de las Luces y aún desde Descartes, habían impuesto su sello a las diversas ramas de la cultura. Estas ideas son bastante conocidas y podrían resumirse en las tres proposiciones siguientes:
1) En nombre de la razón, origen de la ciencia y de la tecnología, es conveniente hacer tabla rasa de todas las tradiciones y comenzar nuevamente a partir de cero sin aceptar una autoridad diferente de dicha razón.
2) Ya que la razón y la ciencia permiten llegar a conclusiones universalmente válidas, es necesario buscar lo objetivo en detrimento de aquello que busca tener en cuenta las dimensiones subjetivas e idiosincrásicas.
3) Ya que la técnica y la ciencia se encuentran en el origen de todo progreso conocido por la humanidad, su aplicación a los problemas de esta no puede dar otro resultado que contribuir a su solución.
Podríamos preguntarnos ahora, si la reciente evolución de la historia de la arquitectura permite entender mejor el destino de aquello que se vio asociado a la modernidad, pero se entenderá mejor que la arquitectura moderna pudo asumir -a la vez más y menos fácilmente que otras empresas culturales- este programa “modernista”, si, antes que nada, buscamos aquello que constituye una especie de denominador común entre un programa “modernista” de este género y lo que podemos llamar el “programa socialista”.


Arquitectura y “constructivismo”


Marx vs. Hayek

Marx había acertado al presentar la arquitectura como la expresión más significativa de los seres humanos, cuyo rasgo distintivo les permite el concebir primero “en su cabeza” aquello que ellos realizarán después por medio de sus actos. Como pensador marcado profundamente por la modernidad occidental, Marx veía en la razón científica y técnica la más alta expresión del espíritu humano, y, en el control que ella permite ejercer sobre las cosas, la marca más elocuente de la presencia civilizadora de la humanidad. ¿Cómo un pensador moderno hubiera podido preferir a la habilidad del arquitecto, la habilidad mostrada por la abeja en sus actos, cuyos resultados no puede anticipar de ninguna manera ya que es incapaz de “construir en su cabeza” aquello que tan sólo sabe “construir en la colmena?” Aún si no llegara jamás a hacer algo tan perfecto como la colmena, el arquitecto parece tener cierta ventaja sobre la abeja, tan sólo por el hecho de que, por imperfecto que sea, el fruto de su trabajo ha sido construido primero “en su cabeza”. Para él, la ventaja de esta manera de proceder, y en ello se encuentra la marca de la razón, es la de tener la posibilidad de prescribir anticipadamente las operaciones requeridas para la realización de diversos proyectos (excavar el suelo tantos metros, colocar “x” hiladas de ladrillo de tal tipo, instalar primero las cimbras que conferirán al concreto una forma audaz imaginada anticipadamente, etc.). En este contexto, el renunciar a planificar es literalmente renunciar a los privilegios de la humanidad. En cuanto a los arquitectos, se trata de renunciar a concebir primero el plan exacto de sus edificios antes de iniciar su construcción; en cuanto a los urbanistas, se trata de renunciar a representar en sus cabezas aquello que será la ciudad cuyo ordenamiento se les ha confiado.
¿Por qué entonces los socialistas, que se atribuyen la misión de humanizar el conjunto de la vida de sus conciudadanos, no apreciarían la habilidad de concebir “en su cabeza” los planes de una ciudad mejor, de manera que pudiesen prescribir después las operaciones requeridas para su construcción? En todo caso, para quien había depositado su confianza en esta concepción de la razón, suscribiendo los cánones “modernistas” más indiscutidos, era muy difícil ver las cosas de otra manera. Por esta razón, la obra de Marx ha podido conferir gran credibilidad a la idea de que el socialismo podía ser percibido como una especie de consecuencia lógica de postulados emparentados con aquellos sobre los cuales se apoyaba el programa que más arriba se ha calificado de “modernista”. Lo que constituyó la fuerza de Marx, es que, al contrario de tantos de sus predecesores para quienes la lucha por el socialismo consistía en promover valores de tinte humanista y paseista, él se entregó a la tarea de mostrar de manera muy convincente, que el socialismo suponía, por el contrario, asumir el futuro en nombre de la ciencia y de la técnica.
Cualesquiera que fueran los puntos de vista de Marx sobre el socialismo, la convicción según la cual se debe “construir en su cabeza” la institución que se pretende construir después en la realidad, no es evidentemente propia del socialismo. Esta convicción no solamente se encuentra implícita en el ideal del Siglo de las Luces, sino que hace parte integral de la filosofía sobre la cual se fundan las diversas formas de la democracia moderna. El conde de Saint-Simon, heraldo de la modernidad e infatigable pensador de planes para las sociedades futuras, es a la vez, desde el punto de vista que las anima, tanto el ancestro de los socialistas como de los tecnócratas. Sería entonces deseable caracterizar esta “convicción” de otra manera y no por su referencia al socialismo, lo cual sería demasiado estrecho, o a la modernidad, lo cual sería demasiado equívoco. Es esto lo que mejor que nadie, en mi opinión, ha sabido hacer Friedrich Hayek, al designar con el nombre de “constructivismo” esa manera de ver, de origen cartesiano según él, que supone que tanto en materia social como en materia técnica es posible planificar (diseñar) las acciones de múltiples agentes de tal manera que de este proceso pueda surgir un resultado ordenado y conforme a los fines buscados.
Sería un error confundir el constructivismo en el sentido haykiano utilizado aquí, con el constructivismo ruso de comienzos de siglo, el cual ha sido brevemente evocado más arriba entre otros movimientos de tendencia “modernista”. El constructivismo ruso constituyó un movimiento estético que asociaba el arte a una construcción regida por reglas científicas y técnicas, mientras que el constructivismo hayekiano es una etiqueta que permite caracterizar fácilmente una manera de pensar que ve en los fenómenos sociales el producto consciente de intervenciones planificadas. El único vínculo entre estas dos realidades es que tanto el programa del socialismo como el programa “modernista”, cuando son aplicados a fenómenos sociales, constituyen excelentes ilustraciones del constructivismo hayekiano. Además, el constructivismo ruso ha querido ser la expresión estética del socialismo ruso y constituye, a ese nivel, una de las aplicaciones posibles de los ideales asociados con el “modernismo”.
Sin embargo, para Hayek no era suficiente denunciar el constructivismo en materia social; lo más importante para él era demostrar que escapar a él no equivale a renunciar al ejercicio de la razón humana. Así, resulta interesante observar que para llegar a esto, Hayek también fue conducido a comparar los seres humanos con las abejas o, más exactamente, a adoptar una comparación propuesta por un moralista del siglo XVIII, Bernard de Mandeville, autor de la famosa Fábula de las abejas. Ciertamente, ni para Hayek ni para Mandeville se trataba de discutir seriamente esta superioridad de los humanos sobre las abejas, la cual Marx reconocía de manera tan decisiva. No obstante, aquello que interesaba a los dos, no era tanto la diferencia como la similitud que puede observarse entre el comportamiento de los hombres y el de las abejas. La Fábula de las abejas quería mostrar que la sociedad representada ahí -ya que la colmena descrita no es nada menos que una sociedad humana- funciona de manera armónica sólo en la medida en que los hombres se dejan guiar por sus instintos, un poco a la manera de las abejas, y no por sus concepciones racionales más generosas, a la manera de los arquitectos. Más precisamente, cuando se trata de asegurar la prosperidad de una sociedad, estimaba Mandeville, los planes concebidos con miras al bien común, desembocan tan sólo en resultados catastróficos, completamente contrarios a los objetivos racionales y generosos que hubieran podido inspirarlos. Por el contrario, las decisiones tomadas individualmente con la única finalidad de satisfacer las pasiones más desenfrenadas o los intereses más mezquinos, terminarían por asegurar la prosperidad al conjunto de la sociedad gracias al estímulo que encontrarían en un libre mercado.
Sobra decir que esta Fábula causó escándalo en el siglo XVIII. Adam Smith -quien, como moralista condenaba las implicaciones éticas- pronto tradujo sin embargo, en un lenguaje a la vez más preciso y más aceptable desde el punto de vista moral, los principios de la filosofía liberal e individualista sobre la cual se apoyaban tan perturbadoras conclusiones. Así, esta “filosofía liberal e individualista”, hija del racionalismo del Siglo de las Luces y que triunfó en el transcurso de la primera mitad del siglo XIX, debía ser opacada, al término de un proceso histórico cuidadosamente examinado por Hayek, por otra forma más cartesiana del racionalismo que, como se ha visto, este autor ha calificado de constructivista”.
En todo caso, el constructivismo denunciado por Hayek dominaba las ciencias sociales hasta el punto que, en el transcurso de la primera mitad del siglo XX, casi todos los teóricos de estas disciplinas -los socialistas o quienes defendieron, como lo hicieron los economistas neoclásicos, el capitalismo en nombre de aquello que ellos continúan llamando con frecuencia liberalismo- estimaban que su papel era incitar a los detentores del poder a tomar las medidas que harían la sociedad conforme, en el caso de los socialistas, al plan que proponían o, en el caso de los economistas neoclásicos, al modelo teórico que ellos habían depurado.
No obstante, es sabido que en el transcurso de los años 1970, este optimismo constructivista en materia social fue severamente cuestionado. La presunción según la cual la “planificación” es casi sinónima de “racionalidad”, ha sufrido contragolpes debido a los repetidos fracasos de la planificación en los países socialistas. La idea según la cual el Estado debe intervenir, al menos para colocar nuevamente el mercado en la vía correcta, ha sufrido los contragolpes de los fracasos de los políticos keynesianos quienes, en el transcurso de los años 70, no pudieron salir de la conjunción persistente de estancamiento e inflación (la “stagflation” de los economistas). Frente a tantos fracasos evidenciados por los sistemas intervencionistas que habían tratado de sustituir el mercado, este se vio, de alguna manera, rehabilitado. A partir de ese momento se renovó una especie de credibilidad a la idea según la cual, en un mundo extremadamente complejo y cambiante en el que nadie puede retener toda la información requerida para tomar las mejores decisiones, más vale, después de todo, reconciliarse con un mercado en el cual cada uno puede, al menos en principio, expresar libremente sus preferencias y donde las decisiones desacertadas pueden, en principio, ser corregidas sucesivamente por quienes las han tomado, ya que son ellos mismos quienes sufren sus consecuencias.
En fin, el liberalismo anti-constructivista de Hayek parece, por el momento, tener el viento a favor; pero lo que importa ver aquí es que esta situación muestra claramente que la razón y la ciencia no están forzosamente del lado de la planificación consciente. La razón puede incitar más bien a reconocer la existencia de los mecanismos que hacen que, al menos en materia social, los resultados guarden poca relación con las intenciones de los agentes que se esfuerzan en planificar cada una de sus intervenciones. Un verdadero procedimiento científico, podría en efecto consistir en analizar cómo los planes mejor pensados escapan a sus autores, dando lugar, en virtud de procesos que les son completamente inconscientes, a un conjunto de “consecuencias no deseadas” que constituirían lo esencial de los fenómenos sociales. Esta es la manera de ver de Hayek, pero en realidad también fue la manera de ver de Marx cuando pretendió analizar científicamente los procesos inconscientes mediante los cuales los planes de los capitalistas, buscando aumentar sus capitales y sus ganancias, se vuelven contra ellos mismos y precipitan finalmente la crisis del capitalismo. En cuanto al resto de aquello que se cuestiona desde los años 70, no es tanto lo que podría llamarse el ethos socialista, sino el racionalismo constructivista, lo que los socialistas han creído deber adoptar como vehículo privilegiado de este ethos. Este racionalismo constructivista nos había habituado a ver en la realización de un plan la manifestación suprema de una razón en plena acción; el racionalismo anti-constructivista lo ha desplazado de alguna manera y nos acostumbra, poco a poco, a reconocer la importancia de las fuerzas naturales, de las tradiciones irracionales o de los compromisos inevitables que desvían el sentido de los planes, con frecuencia incompatibles entre sí, y confieren con ello, inclusive a los fenómenos sociales, la autonomía de las realidades que nadie sabrá controlar.


La arquitectura vs. las otras artes

El constructivismo denunciado por Hayek es una actitud adoptada respecto del análisis de los fenómenos sociales. Aún si el programa socialista y aquello que he llamado el programa “modernista” son típicamente constructivistas, no tiene sentido entonces preguntarse si la arquitectura como tal es un arte “constructivista”. Sin embargo, como la obra de arte y particularmente la obra del arquitecto es también una producción social, puede resultar de interés preguntarse, ampliando un poco el campo usual de aplicación del concepto hayekiano, si ciertos arquitectos adoptan respecto de la obra una actitud “constructivista” y si precisamente el carácter social de esa obra no contribuiría a explicar las eventuales dificultades de tal enfoque. Después de todo, hemos visto que la actitud de los arquitectos se emparienta con la de los “arquitectos” de la sociedad que son -y en esto estarían muy equivocados si le creemos a Hayek- típicamente constructivistas.
Para mostrar mejor la situación de la arquitectura en este plano puede ser interesante compararla a las otras artes. Así, lo que se aclara entonces es que si para un artista ser “constructivista” (en el sentido hayekiano), es pretender estar en condiciones de construir un objeto social (el objeto de arte) conforme a un proyecto construido primero mentalmente, entonces la arquitectura podría ser la más susceptible de ser considerada como un arte, a la vez como el más y como el menos susceptible de ser practicado dentro de este espíritu “constructivista”. La arquitectura puede ser la más susceptible de ser considerada como tal, por una razón obvia: contrariamente a los otros artistas, el arquitecto, que no es un ejecutante como tal, no tiene más alternativa que dibujar primero sobre el papel los planos de la obra que espera realizar y hacerlo con extrema precisión. Esta precisión es tal, que muchos proyectos que se han quedado sobre el papel son legítimamente considerados como obras maestras, aún si jamás han existido como obras arquitectónicas. En ese sentido todo arquitecto es espontáneamente “constructivista” ya que para él, como Marx lo había observado, se trata de construir todo primero en su cabeza y a partir de aquello que ha sido concebido de esta manera, diseñar los planos que guiarán a los constructores. Sin duda, el pintor parte también de una idea que espera realizar, pero, a partir del momento que coloca sobre la tela sus primeras pinceladas, sucede con frecuencia que no sabe lo que será su obra exactamente. Nadie se molestará por que esto suceda en el caso del pintor, pero en el caso del arquitecto la situación es bastante diferente. Un arquitecto no podrá permitirse el proceder de la misma manera sin ser acusado de incompetente, ya que, ya sea por razones técnicas o financieras, debe estar en capacidad de mostrar lo que será su obra en sus más mínimos detalles antes de que la primera piedra sea puesta. A lo sumo, puede entregarse a ese tipo de búsqueda por tanteo, jugando con los elementos de una maqueta, pero antes de poder iniciar la construcción del edificio, deberá haber diseñado a escala los planos que los constructores deberán respetar de la manera más rigurosa posible.

En otro sentido sin embargo, la arquitectura podría ser, entre las artes, la que menos se presta a una aproximación “constructivista”, pues conlleva las dimensiones sociales más manifiestas y, desde este punto de vista, es la única que puede ser objeto directamente de las críticas de Hayek, que buscan mostrar el carácter aberrante de una perspectiva constructivista en materia social. Ya hemos visto que no hay una solución de continuidad entre la arquitectura, el urbanismo, el ordenamiento territorial y la planificación social. Si bien es cierto que quienes han concebido las realidades sociales de manera constructivista han chocado con la extrema complejidad y con la extrema fluidez del objeto social que escapa evidentemente al planificador mejor dotado, se puede pensar que el arquitecto, por razones análogas, corre el riesgo de ver que su objeto escape de su alcance. En realidad, su objeto le escapa en un sentido que no parece poderse aplicar a las otras artes que conforman el grupo de las “bellas artes”, con excepción quizás -pero por razones en buena parte diferentes- del cine. El arquitecto depende de sus clientes; sin ellos no puede hacer nada, o casi nada; no tiene siquiera la posibilidad como el poeta, el pintor o aún el escultor, de llegar a ser el artista maldito que cambia sus obras por una comida y pide algunos centavos para procurarse los modestos instrumentos necesarios para terminarlas. El arquitecto, si tiene la fortuna de encontrar un cliente, debe someterse a las exigencias de un programa, tener cuenta los deseos de ese cliente y negociar con él un contrato aceptable. Con frecuencia debe aceptar la modificación de sus planos en el transcurso de la construcción y siempre enfrenta la amenaza de ver transformada su obra por su cliente a su manera.
Es cierto que todas las obras de arte, novelas, pinturas o partituras musicales, pueden ser el fruto de compromisos análogos y que, por esta razón, escapan al dominio de su autor una vez creadas. El novelista queda a veces atónito al ver el sentido que la sociedad da a su obra. Muchos pintores han sido sometidos a indecibles tormentos por quienes han solicitado las obras. Los compositores se hallan a la merced de sus intérpretes. Desde ese punto de vista, no se trata tanto de colocar la obra arquitectónica en una categoría aparte, sino de moderar el juicio que podría llevar a pensar que, por el hecho que la obra es completamente preconcebida en la cabeza del arquitecto, podría escapar al destino común de las obras de arte. Se trata de mostrar que, lejos de escapar a tal destino, la obra arquitectónica se encuentra sometida a él de manera muy particular respecto de ciertas consideraciones, ya que la arquitectura tiene un sentido (que no tiene un estricto equivalente en las otras artes con las que no se encuentra estrechamente emparentada, como sí lo es por ejemplo el diseño), y es aquel según el cual “el cliente tiene siempre la razón”. Cuántas veces no se le ha reprochado a la arquitectura el no haber tenido suficientemente en cuenta las necesidades del cliente. Uno de los criterios más respetados en la evaluación de una obra arquitectónica, dado su carácter funcional, es la insatisfacción del cliente que va a habitar la obra o a trabajar allí, insatisfacción que puede ser percibida como un juicio negativo contra el cual no se puede, como en las otras artes, conformarse con gritar ser víctima de la incomprensión. A pesar de las cualidades formales, las que algunas veces producen la admiración universal de ciertas obras, a un número importante de edificios se le ha reprochado el no cumplir eficazmente la función que su plan exigía. Podría pensarse, a manera de ejemplo, en numerosas realizaciones de Le Corbusier o incluso en los célebres laboratorios Richard de la Universidad de Pensilvania, que, hubieran podido ser considerados como la obra maestra de Louis Kahn.

Por otra parte, el edificio escapa al arquitecto a otro nivel, ya que siempre es realizado por procuración, es decir, construido por contratistas que no respetan forzosamente todas las prescripciones, y sobre todo porque pertenecerá a un cliente que se dedicará a modificarlo según sus necesidades, a negarse a realizar su mantenimiento, en fin, a mutilarlo o a destruirlo por razones estrictamente económicas. Es cierto que una obra pictórica puede ser igualmente víctima de negligencia y deteriorarse hasta el punto de ser imposible reconocerla; pero al menos, muy excepcionalmente su propietario tendrá la tentación de agregarle su marca personal para complementarla según su gusto, y casi nunca encontrará un interés económico que lo conduzca a descuidar su mantenimiento esencial, a mutilarla o destruirla. Dejando a un lado los casos de vandalismo que, muy a nuestro pesar, han sido frecuentes en la historia del arte sin que por ello sean propios de un arte en particular, el propietario de un cuadro que ya no encuentre más interés en él, lo donará o lo venderá; difícilmente se dará el caso de alguien que estime más conveniente reciclar sus materiales. Por el hecho de tratarse de una realidad social y económica de un tipo muy particular, la obra arquitectónica, por el contrario, será susceptible de constantes alteraciones según los gustos o de las necesidades de cada uno, y aún de ser demolida por razones sociales o económicas de manera que sus materiales constitutivos sean reciclados. Quizás más que cualquier otra obra de arte, la obra arquitectónica es susceptible de asumir formas de manera que corre el riesgo de llegar a ser imposible de reconocer. Una vez construida en la realidad, puede rápidamente dejar de parecerse a aquello que fue concebido “en la cabeza” del arquitecto: como realidad social, la obra arquitectónica corre el riesgo de no ser, en última instancia, sino la resultante de múltiples intervenciones cuyas consecuencias no fueron de ninguna manera deseadas por quien la había concebido y quizás tampoco por los autores de dichas intervenciones más o menos brutales.

En suma, si los arquitectos tienen buenas razones para adoptar espontáneamente una perspectiva “constructivista”, en la medida en que ellos construyen primero en su cabeza las realidades sociales de las cuales son en cierto sentido autores, deben, probablemente aún más que los otros artistas, integrar el medio social del cual sus obras constituyen parte integral. Parece entonces necesario ver hasta qué punto los conflictos que han marcado la historia de la arquitectura contemporánea, reflejan esta necesidad de moderar el entusiasmo “constructivista” que manifestaban los fundadores del movimiento moderno en arquitectura. Desde este punto de vista y con la intención de aclarar algunas pistas que merecerían ser explotaras más a fondo, examinaré entonces algunas corrientes de aquellas ideas que han marcado la arquitectura contemporánea y que constituyen un severo cuestionamiento de ese entusiasmo aparentemente mal fundado. Pero antes de hacerlo, es oportuno recordar cómo ese “movimiento moderno en arquitectura” se estrelló contra sus propios límites, lo que explica que el cuestionamiento del “constructivismo” que lo inspiraba era inevitable.


El fracaso del movimiento moderno en arquitectura

Si poco a poco se ha hecho evidente que las teorías y sobre todo las realizaciones del movimiento moderno en arquitectura no responden a las expectativas que se tenían de ellas, es porque, antes que nada, en nombre de un humanismo más o menos manifiesto, se ha otorgado un lugar decisivo al criterio de la habitabilidad, hacia el cual aparentemente los más grandes maestros de la arquitectura moderna habían permitido mostrarse negligentes, esperando responder de una manera racional a las necesidades populares. Pero, como acabamos de verlo, la arquitectura está demasiado estrechamente ligada a su propia función en el plano social, para poder permitirse impunemente desconocer un criterio como la habitabilidad, que puede constituir una importante medida de su éxito en dicho plano.

El ejemplo más espectacular en esta materia es sin duda el de las ciudades que han salido, muy bien pensadas, de la cabeza de arquitectos geniales. Se ha señalado con frecuencia que ni Chandigarh ni Brasilia son verdaderamente “habitables”. Es cierto que no puede imponer a las poblaciones indígenas el estilo de vida exigido por un tipo de instalaciones que comenzaba apenas a seducir a los mismos occidentales y esto, con la condición de olvidar la importancia que, desde los griegos, se había atribuido al respeto por la “escala humana”. Además, algunos “usuarios” de estas ciudades se han instalado al margen de ellas, un poco a la manera de aquellos amerindios de quienes, se dice, levantaban sus toldos en el jardín de sus casas modernas recién construir para ellos. Pero no es necesario traer a cuento estas disparidades culturales para señalar el carácter relativamente inhabitable de ciertas realizaciones arquitectónicas del siglo XX. ¡Cuántos ejemplos se podrían citar para ilustrar los fracasos o dificultades de un urbanismo bien intencionado e inclusive, bajo ciertos aspectos, muy bien pensado! Se podrían citar aquellos lugares prestigiosos, como la Defensa en las puertas de París, o la plaza Rockefeller en Albany, Nueva York, algunos de cuyos componentes arquitectónicos son admirables, pero que no siempre han funcionado como lugares de reunión aún si su concepción fue muy sabiamente planificada. Se puede citar la reconstrucción fuertemente criticada de la ciudad de El Havre, cuya fría regularidad de inspiración neoclásica salió del cerebro de Auguste Perret, a pesar de ser uno de los arquitectos más admirables que ha producido Francia. Se podría citar igualmente el caso de las sorprendentes “ciudades nuevas” que rodean París, cuyas cualidades arquitectónicas no han agotado las críticas de aquellos que denuncian el tedio mortal que parecen engendrar. ¡Cuántas veces no se ha opuesto a la frialdad de estas ciudades racionales el encanto desordenado de las ciudades medievales donde, evidentemente, el reunirse era un placer!

Claro está que desde el punto de vista de la habitabilidad también han dado éxitos indiscutibles, salidos de las planchas de dibujo de los urbanistas -al menos de urbanistas de los siglos pasados, a quienes el tiempo ha consagrado los méritos de su obra. Para citar tan sólo un par de ejemplos clásicos, se podría evocar aquel ancestro del urbanismo moderno, Pierre Charles L’Enfant, quien concibiera la ciudad de Washington y, por otra parte, aunque su obra fue muy discutida y lo sigue siendo aún, el despiadado barón Hausmann, quien debiera confrontar el París del siglo XIX. No obstante, aquello que tratamos de ver aquí es que, una realización urbanística o arquitectónica podrá ser rigurosamente fiel a los planos diseñados por su autor, y sin embargo, no estar conforme a las generosas intenciones que han precedido su concepción. Según Hayek, las “consecuencias no deseadas”, que estarían en la base de todo fenómeno propiamente “social”, serían numerosas, aún allí donde los planes juegan un papel decisivo.

Esto también es cierto cuando se trata estrictamente de la arquitectura y resulta particularmente evidente cuando se trata de esas ciudades en miniatura como lo son las unidades de vivienda colectiva. Inclusive las notables unidades de vivienda concebidas por Le Corbusier, han defraudado bastantes expectativas: en Marsella por ejemplo, no se logró dirigir a los residentes hacia las tiendas instaladas en una calle interior que debía contribuir a crear una comunidad original al abrigo de las molestias de la circulación urbana. Por lo demás, el problema de la creación de un lugar propicio para la vida comunitaria, es el que parece haber fracasado más sistemáticamente al cálculo de los arquitectos. Las plazas públicas, los centros comunitarios en las universidades y en los centros comerciales, algunas veces son un acierto, otras un fracaso, pero resultaría abusivo el pretender poseer la receta de su éxito. Se hace frente a una dificultad aún más grande, ya que la solución a un problema puede engendrar otro, tal como lo han experimentado los planificadores sociales a sus propias expensas con tanta frecuencia. Para limitarme a la arquitectura, me conformaré con retomar una observación hecha por el arquitecto Yona Friedman, en un contexto y en unos términos algo diferentes. La necesidad de espacio verde alrededor de las viviendas colectivas era una imperiosa necesidad, y quienes han seguido en este punto el liderazgo de Le Corbusier, tienen el mérito de haber instalado sus unidades de vivienda en medio de un generoso verdor. Si resulta muy agradable pasearse en un parque un bello día de verano, puede ser muy molesto para los residentes de un inmueble rodeado de tanto verdor, señala despiadadamente Friedman, el estar obligados a atravesar ese mismo parque cada vez que entran o salen de su casa durante los fríos días de viento o de lluvia. Este es solo un ejemplo entre tantos otros de esas “consecuencias no deseadas”, que explican los relativos fracasos de los arquitectos y de los urbanistas modernos.

No se trata de enjuiciar aquí la arquitectura moderna: sería suficiente el interesarse mínimamente por las reflexiones de los arquitectos y los urbanistas contemporáneos para constatar que son ellos mismos quienes denuncian las realizaciones de sus predecesores inmediatos, a menudo con tal ferocidad, que por mi parte vacilaría en seguirlos la mayoría de las veces. Hay quien, sin falta de humor, se ha ocupado de erigir con toda la precisión requerida en la materia, el acta de defunción de la arquitectura moderna, la cual habría fallecido “en San Luis, Misuri, el 15 de julio de 1972 a las 3:32 p.m. (o aproximadamente)”, por el hecho que un importante inmueble colectivo, el Pruitt-Igoe, construido algo menos de 20 años atrás por Minoru Yamasaki, debió ser dinamitado por no haber podido responder de manera satisfactoria a las necesidades de la población para la cual se había destinado.

Este fracaso de la “arquitectura moderna” -o, mejor, este fracaso del movimiento moderno en arquitectura- del cual se ha tomado cada vez más conciencia en el transcurso de los años 70 y 80, en el mismo momento en el que se toma conciencia del fracaso también manifiesto de la planificación socialista, puede explicarse en un sentido particular. Convencidos de la necesidad de rechazar las tradiciones de un pasado menospreciado y la experiencia que ellas podían transmitir, buscando fundar mejor sus planes sobre los principios racionales que constituyen el origen del éxito de la ciencia y de la técnica, los arquitectos “modernos”, en la medida en que esperaban continuar fieles a su inspiración, debían dejarse guiar por normas y principios universales. Por esta razón, muy difícilmente aceptaban que sus proyectos fueran afectados por particularidades locales y por la afirmación de los deseos y las necesidades subjetivas, a menudo irracionales y cambiantes. Sin duda alguna, estos principios intransigentes serían la base de realizaciones admirables cuya sobria perfección, por ejemplo en la obra de Mies van der Rohe, será testigo aún durante largo tiempo. No obstante, en la medida en que se solicite a la obra arquitectónica responder a aspiraciones culturales variadas en el espacio y en el tiempo, en la medida en que deba integrar las tradiciones profundamente enraizadas en un medio, en la medida en que deba implantarse en contextos naturales y urbanos con sus características propias, en fin, en la medida en que deba satisfacer los deseos y las necesidades infinitamente complejos de las subjetividades que no se dejan transformar por la “buena” arquitectura tan fácilmente como se había pensado, es comprensible que los planos de inspiración racional que germinan en la cabeza de los arquitectos, no tengan más éxito que los que germinan en la cabeza de los planificadores sociales.


Relegación o revitalización de la arquitectura moderna

Frente a la constatación del fracaso o frente a este manifiesto callejón sin salida, nuevas y diversas tendencias han surgido en el transcurso de los años 70 y 80, y todas ellas tienden a cuestionar el ideal propiamente “constructivista” o ingenuamente “modernista” que ha inspirado la arquitectura moderna. Algunas han suscitado un renovado interés por prácticamente todo lo que el movimiento moderno había dejado a un lado, ya sea señalando la importancia de los elementos contextuales, de los cuales la arquitectura moderna había creído poder prescindir, ya sea valorizando el patrimonio arquitectónico como tal. Otras tienden a escapar hacia el pasado, ya sea pretendiendo abandonar el modernismo, haciendo de la participación un corolario obligado de la planificación, o pretendiendo encontrar en el más alto refinamiento de la misma tecnología moderna la solución a los problemas expuestos
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El contexto como prioridad

Uno de los reproches que se dirige con mayor frecuencia al movimiento moderno en arquitectura, es el de casi no haber tenido en cuenta el contexto natural, cultural y social en el cual debían implantarse los edificios. Este reproche tiene sus fundamentos. Después de que Mies van der Rohe estableció las normas ideales que se aplicaban a los inmuebles residenciales construidos al borde del lago Michigan, éstas serían transpuestas a toda una serie de inmuebles destinados a cumplir funciones diferentes en contextos geográficos muy diversos. Análogamente, la unidad de vivienda concebida por Le Corbusier para un barrio bastante burgués en Marsella, sería retomada casi sin modificaciones en un modesto barrio de las afueras de Nantes, en una ciudad nueva retirada hacia el campo en los confines de la región de Lyon, en medio de una hermoso bosque de la región de Lorraine y en un congestionado barrio de Berlín.
En cuanto a los arquitectos, esta situación se puede comprender fácilmente en cierto sentido, ya que ellos esperaban elaborar sus planes en función de normas racionales y universalmente válidas como lo son las leyes científicas. En la medida que se trataba de romper las tradiciones y de “partir de cero”, es difícil entender por qué habrían de molestarse por un contexto heredado. La ambición del arquitecto moderno era la de transformar radicalmente el contexto, como no dejó de proponerlo Le Corbusier para diversas ciudades, comenzando por París. Entre tanto, el arquitecto moderno debía concebir en su cabeza el conjunto de lo que se le confiaba para planificar, sin dejarse paralizar por las tradiciones y las restricciones que habían guiado el trabajo aparentemente instintivo y pasivo de tantos arquitectos de los siglos precedentes. El arquitecto moderno se encontraba así en una situación análoga a la del planificador social. Con frecuencia, éste obtiene éxitos innegables cuando se ocupa de la gestión de una microsociedad y cuando puede operar en un medio cerrado (comuna, fábrica, colonia…) sin tener que adaptarse a un contexto exterior y correr el riesgo de corromper gradualmente toda su empresa planificadora. Igualmente, el arquitecto moderno ha podido controlar la lógica perfecta de su edificio, más aún por el hecho de no haberse comprometido con un contexto dado, al cual según él, había llegado la hora de su transformación.
Claro que sería injusto con varios de los maestros de la arquitectura moderna y del “estilo internacional”, negarles toda sensibilidad respecto de la consideración del contexto. La voluntad que animaba la mayor parte de ellos, consistente en desaparecer detrás de los principios racionales y poner su arquitectura al servicio de las verdaderas necesidades sociales, ha hecho de esto algo mucho menos escandaloso que varias tentativas recientes que buscan tinturar la arquitectura con sabor local. En este sentido, la discreción y moderación que ella valoraba, han hecho que la arquitectura moderna sea más respetuosa del contexto de lo que sus propios principios habrían exigido. Por otra parte, hay que reconocer que la evolución de varios de los gestores de la arquitectura moderna, los ha llevado a mostrar una especial sensibilidad respecto del contexto natural y cultural de su propia arquitectura. Le Corbusier, por ejemplo, se mostró tan versátil para sacar provecho de las bóvedas catalanas y de la arquitectura mediterránea en general, que ha podido hablarse de una inspiración neovernacular respecto de una parte de su producción de los años 30 y 40; más tarde, supo hablar del retorno a una arquitectura orgánica. Análogamente, Alvar Aalto, aquel gran arquitecto finlandés que llegó a ser una especie de héroe nacional, supo integrar su obra a la naturaleza y a la cultura de ese país, después de haber contribuido decisivamente a la formación de un estilo internacional al comienzo de su carrera. Para resumir, la arquitectura más osadamente moderna puede ser también y con frecuencia lo ha sido, una arquitectura capaz de sacar partido del patrimonio natural y cultural de una región de manera brillante, así como sabía hacerlo la arquitectura orgánica de Frank Lloyd Wright, de la cual el movimiento moderno se había creído forzado a distanciarse inicialmente.
Aquello que Le Corbusier y Aalto descubrían por instinto, se asemejaba demasiado a aquello que había inspirado a Wright para concordar con facilidad con los principios que presidían el origen del modernismo característico del estilo internacional. Más que nada, en el transcurso de los años 70 y 80, la voluntad de hacer abstracción del contexto natural y cultural, una virtud para los más fieles defensores de ese modernismo, había llegado a ser el más deshonesto de todos los vicios. En efecto, nada parece producir más unanimidad en las recientes críticas a la arquitectura, que la absoluta necesidad de respetar el contexto en el cual se inserta el edificio. El arquitecto más elogiado por quienes pretenden poseer el sentido de lo arquitectónico es, a partir de ese momento, quien que ha sabido borrarse para permitir la afirmación de las características propias de un lugar. En una época en la que las consideraciones ecológicas se imponen cada vez más, los sitios naturales parecen tan amenazados que llegan a ser un patrimonio sagrado que la arquitectura debe respetar por encima de todo. Las ciudades como tales son percibidas como frágiles y, si bien es posible ver en los planes de urbanismo el único remedio que puede salvarlas, el plan invocado ya no tiene nada de eso que surgía de la cabeza de un arquitecto genial como Le Corbusier, ya que su objetivo es, antes que nada, el de restaurar un tejido urbano concebido como una herencia irremplazable que debe revitalizarse a cualquier precio, o casi. Es en este espíritu que los autores de las guías de arquitectura dedicados a crear repertorios de las ciudades fácilmente accesibles, hacen admirar la manera como los nuevos edificios respetan la escala urbana, se adaptan a las formas de sus vecinos inmediatos, compaginan con el formato y el estilo característicos de la calle, rinden homenaje mediante delicadas alusiones a los monumentos vecinos, etc.
Este respeto del contexto no constituye en absoluto un rechazo al uso de las técnicas modernas frecuentemente requeridas; por el contrario, ellas son utilizadas para resaltar de manera óptima el valor de tal contexto. Es así como una corriente importante que Kenneth Frampton llama el “regionalismo crítico”, permitiría fundar una nueva cultura universal sobre el respeto de los valores propios de una región dada -valores que se podrían describir como aquellos ligados al terruño- gracias a una reinterpretación flexible de los principios y de las técnicas propias de la misma arquitectura moderna. Este enfoque, cuya teoría Frampton busca realizar apoyándose en un ensayo de Paul Ricoeur titulado “Civilisation universelle et culture nationale”, se encuentra bien ilustrado en la obra de Mario Botta por ejemplo, quien ha llegado a ser una de las estrellas ascendentes en el ámbito internacional en la arquitectura de los años 80, produciendo una obra fuertemente marcada por la geografía y la cultura de su Tessin natal.
Es como si los arquitectos modernos hubiesen comprendido poco a poco que, para alcanzar los verdaderos valores “universales”, deben concebir teniendo en cuenta el contexto natural y cultural en el cual se inscriben y, por consiguiente, deben sacrificar una parte de su pretensión “constructivista”, la cual busca hacer del objeto construido un producto completamente derivado de aquel que ellos han construido con toda libertad en su cabeza, dejándose guiar tan sólo por las reglas de la razón universal.


“La arquitectura como palimpsesto”

A partir de los años 70 los arquitectos se han visto obligados a tener en cuenta cada vez más no solamente el contexto natural y cultural en general, sino el patrimonio arquitectónico como tal. Esta nueva orientación se traduce, sin duda de manera más observada por el público en general, en la restauración, la renovación o el reciclaje de los edificios que hacen parte de este patrimonio. Para ciertos arquitectos contemporáneos, esto ha llegado a ser como una especialización y casi un credo. Para caracterizar esta forma de arquitectura, Philippe Robert, quien entre otras cosas remodeló los vestíbulos de la Villete de París transformándolos en una sala de exposición, ha recurrido a la bella expresión “arquitectura como palimpsesto”, evocando de esta manera aquellos manuscritos medioevales que podían servir de soporte para la redacción de un texto completamente nuevo. Esta manera de proceder ha llegado a ser tan popular que, casi en el mundo entero, los arquitectos más renombrados parecen salir a la cacería de viejas fábricas o de viejas estaciones de tren, para transformarlas en viviendas colectivas, en museos o en centros comerciales. Con frecuencia, como parece ser el caso del museo Orsay en París, estas transformaciones se realizan a un precio mucho más elevado que aquel que habría exigido la construcción de un edificio nuevo equivalente. El caso de Orsay es paradigmático –sobre todo si recordamos que Le Corbusier estaba dispuesto a arrasar la vieja estación para concebir en su lugar un hotel moderno que hubiera podido ser un monumento a la gloria del modernismo-, pero los ejemplos abundan en cuanto a los museos (para nombrar tan sólo este tipo de establecimiento), cuya creación ha sido la oportunidad para realizar la remodelación ya sea de una iglesia (el museo David Angers en Angers), de una villa (Museo de la arquitectura en Francfort), de un hotel particular (Museo Picasso en París), de un palacio (Museo del Petit Palais en Avignon), de una fábrica de cerveza (Museo de Arte de San Antonio, Texas), de una destilería (Museo Seagram en Waterloo, Ontario, Canadá), de un taller (el “Magasin” de Grenoble) o de un simple depósito (Museo de Arte Contemporáneo de Burdeos).
Más allá de estos ejemplos, que podrían multiplicarse buscándolos en cualquier ciudad de cualquier país de Occidente, este regreso a las producciones del pasado, este rechazo a la tabula rasa, puede ser percibido como un duro golpe al ideal “constructivista” que animaba el movimiento moderno en arquitectura. Como sabemos por los debates suscitados por la construcción de un anexo al museo de Bellas Artes de Montreal, esta voluntad de conservar el patrimonio construido puede inclusive desembocar, en nombre de la preservación de un testimonio irremplazable del pasado, en el cuestionamiento de un proyecto nuevo que, desde un punto de vista estrictamente arquitectónico, podría ser bastante superior. No se trata de resolver aquí este dilema casi corneliano, sino de señalar que, por el mismo hecho de exponer tal dilema, se está demostrando qué tan lejos se está actualmente de la tranquila seguridad “constructivista” de los arquitectos modernistas.
Si el respeto por el patrimonio construido puede imponer a tal punto sus restricciones a la arquitectura, es porque quizás tenga sentido considerar la ciudad, tal como lo hace el arquitecto italiano Aldo Rossi, como una obra arquitectónica cuyos diversos elementos se han transformado sucesivamente con el transcurso de la historia, modificando su función sin perder no obstante su identidad y su significación en el seno de la ciudad. La ciudad sería una totalidad en evolución cuya identidad propia se revelaría, entre otras cosas, por la persistencia de su plan a través de la historia. Aún cuando Rossi asegura que esta evolución de la ciudad no será asfixiada por una excesiva preocupación por su conservación, parece que dentro de tal concepción, la ciudad como tal constituye la arquitectura que ya se encuentra en el lugar, en el seno de la cual deben insertarse los planes concebidos en la cabeza de los arquitectos y a la cual ellos deben adaptarse incesantemente.


La arquitectura posmoderna

Para otros arquitectos sin embargo, el cuestionamiento del movimiento moderno se quiere realizar de una manera aún más explícita, tanto que no ha tardado en verse ligado a una problemática filosófica muy actual. Para negar más radicalmente las pretensiones del modernismo, se imponía relegarlo explícitamente al pasado, se imponía relegarlo al olvido, abriendo así una era posmoderna que permitiría a quienes se comprometen con ella, reanudar sus lazos con los valores que han constituido el interés y el éxito de la arquitectura del pasado, sin arriesgarse en lo más mínimo a ser calificados de “paseistas”. El postmodernismo, salido en buena parte de las audaces ideas del arquitecto estadounidense Robert Venturi, ha conocido una fulgurante difusión en arquitectura en el transcurso de los años 80.
Como se ha visto, los proyectos de los planificadores sociales así como los de los arquitectos, corren el riesgo de provocar un sentimiento de tedio generalizado cuando éstos se dejan guiar demasiado rigurosamente por algunos principios racionales que desembocan en resultados uniformizados. Parece que esto fue lo que comprendió Venturi cuando, con cierta crueldad, denunció las célebres palabras de Mies “less is more”, con su no menos célebre frase “less is bore”. Esta planificación racional preocupada por el despojo, corre también el riesgo de uniformizar la producción arquitectónica hasta el punto de eliminar la comunicación de la obra con su usuario potencial, quien tiende a preferir una arquitectura menos inhibida y más locuaz. Por ello, Venturi, en una obra escrita con la colaboración de Denise Scott y Steven Izenour, presentaba Las Vegas como el símbolo de un capitalismo no planificado y como una fuente de inspiración para los arquitectos deseosos de responder en términos claros a diversas necesidades.
De todas maneras, en todas las ciudades de occidente e incluso en Moscú aunque más tímidamente, los edificios calificados de “posmodernos” han tomado rápidamente el relevo de las sombras paralelepípedas producidas por la estética un tanto ascética de Mies Van der Rohe. La nueva arquitectura no se ocupaba de los principios del movimiento moderno y se nutrió de buena gana del repertorio de los motivos clásicos, o mejor, barrocos, como el arco o el frontón quebrados; además, ella introducía nuevamente la variedad del color y recurría a los materiales locales para combatir la monotonía y la indiferencia frente al contexto, lo cual se le reprochaba a las mejores producciones del “estilo internacional”.
Si bien los arquitectos de tendencia “posmoderna” han tenido un éxito innegable en el intento de amenizar la silueta de nuestras ciudades, hay que reconocer sin embargo que no han tenido éxito en la liberación de la arquitectura del dominio de los estereotipos. Ellos no han podido hacer nada mejor que comprometerse con una especie de variación de algunos temas consagrados, en particular, por la audaz fachada que Michel Graves diseñó para el edificio Portland inaugurado en 1982 y por la inusitada concepción de la sede social de la compañía A.T.T. que Philip Johnson acabó en Nueva York en 1984. Las reacciones más opuestas suscitadas por estos edificios -o tantos otros, como el edificio de los Cooperantes, recientemente construido en Montreal- son testimonios de que el “postmodernismo”, a pesar de la sorprendente rapidez de su difusión, está lejos de producir unanimidad. Por lo demás, aquello que alimenta los debates es tanto la naturaleza del fenómeno como la recepción que conviene darle. Algunos ven en él el resurgimiento del neoclasicismo, otros el triunfo del eclecticismo en materia de estilo, otros un fachadismo de carácter escenográfico, otros un equivalente arquitectónico del “Pop Art”, otros en fin, la expresión artística de un populismo político un poco fácil. Por lo demás, se necesitaría un amplio estudio para deslindarlo de otras corrientes fuertemente diferenciadas (nueva vanguardia, tendencias que se pretenden partidarias de la deconstrucción, las más recientes corrientes de la efervescente arquitectura japonesa, etc.), las cuales a veces se agrupan indiscriminadamente bajo la etiqueta “posmoderna”, etiqueta que evoca las tendencias más irreverentes respecto de los cánones del “modernismo” en arquitectura.
Por lo demás, sería quizás un poco excesivo el buscar la prueba de esta modernidad “relegada”, en el concepto algo pretencioso que busca sugerir “posmodernidad”, considerado ya por algunos como una moda fastidiosa y vocinglera. Se puede sin embargo ver en ello un síntoma -quizás pasajero pero bastante significativo dada su impresionante amplitud- del profundo escepticismo que subyace actualmente al proyecto (de inspiración “constructivista” en el sentido hayekiano) de quienes han querido responder a las necesidades reales de los seres humanos “partiendo de cero” y dándole la espalda a todas las tradiciones para dilucidar mejor las bases científicas y técnicas de una arquitectura resueltamente moderna.


Arquitectura y participación

Si bien los años 80 en arquitectura han sido profundamente marcados por la corriente “posmoderna”, igualmente lo han sido por otra corriente que, al contrario de la primera, parece más bien sustituir el proyecto moderno, caracterizada antes todo por recurrir a la alta tecnología. No obstante, antes de iniciar su análisis para constatar que las cosas no son tan simples, puede resultar útil dirigirse primero a algunos teóricos de la arquitectura, más marginales sin duda, cuyo enfoque, desde el punto de vista de la cuestión aquí discutida, sea quizás más significativo. Pienso en aquellos arquitectos tan célebres por sus escritos y por sus proyectos que por sus realizaciones propiamente arquitectónicas, tras de la gran revolución de mayo de 1968, han preconizado una “arquitectura de participación”. De manera extremamente severa hacia una arquitectura que desde siempre habría sido un instrumento de opresión, arquitectos como Shadrach Woods, Giancarlo de Carlo o Lucien Kroll, se comprometieron resueltamente con un debate que busca poner la arquitectura al servicio de los usuarios, quienes, al menos a su parecer, habrían sido los grandes olvidados de la arquitectura moderna. Lo que denunciaban era el carácter burocrático de una arquitectura que terminaba por perder contacto con las preocupaciones concretas de los usuarios cuyos puntos de vista deberían ser tomados en cuenta seriamente por quienquiera que espere aportar soluciones aceptables a problemas evidentemente demasiado complejos para ser dejados en manos de los tecnócratas.
Ellos habían estado precedidos en esa misma dirección por Yona Friedman, un arquitecto visionario de origen húngaro, quien se había dedicado desde fines de los años 50 al problema que surge por el hecho de que los arquitectos están generalmente obligados a tomar una enorme cantidad de decisiones en un universo demasiado complejo, de manera que les es imposible prever la evolución de las múltiples necesidades, siempre cambiantes. Así, señala Friedman, los individuos que estos arquitectos están llamados a servir, podrían muy bien escoger, en la medida que sus necesidades se manifiestan, el hábitat que mejor les convenga. Friedman concluía que se hacía necesario refinar una “arquitectura móvil” que podría, de alguna manera, ser ensamblada y desensamblada a voluntad, con la condición que pudiera apoyarse en una infraestructura que proporcione el soporte físico y los servicios requeridos. Inspirándose en una idea cuyo germen había sembrado Le Corbusier mucho tiempo antes, Friedman proponía inclusive extender este soporte por encima de las ciudades actuales, con la ayuda de una red de pilotes ligeros, sin preocuparse más que su ilustre predecesor por los trastornos sociológicos que ocasionaría forzosamente la implementación de tales megaestructuras.
En una perspectiva cercana pero más modesta, el arquitecto holandés Nicolás Habraken ha enjuiciado aquello que llama el “sistema de vivienda en serie”, con el cual designa la solución pretendidamente moderna que se ha creído deber implementar para hacer frente al problema de la vivienda en el siglo XX. Si la vivienda debiera ser concebida como “una labor”, explica él, sería normal construir una cantidad industrial a partir de planos dibujados por expertos arquitectos. Pero Habraken rechaza esta solución porque para él, la vivienda debe ser concebida como una actividad humana, es decir, un proceso por el cual un individuo “se aloja a sí mismo”. “La acción humana individual”, guiada por las preferencias y por las fantasías de cada uno, sería un componente esencial del acto (”totalmente subjetivo”) de alojarse, por el hecho de que tal acto debe ser considerado como un medio de autoexpresión. Es por eso que Habraken denuncia como una ilusión, la pretensión de los arquitectos responsables de la “vivienda en serie” de “conocer anticipadamente” lo que debe ser esa vivienda. Lo que denuncia Habraken es precisamente la pretensión de los arquitectos que han suscrito el ideal “constructivista” del modernismo, consistente en poder construir anticipadamente “en su cabeza”, lo que debe existir en la realidad en materia de vivienda. Es por esta razón que, a la manera de Yona Friedman, pero adoptando un enfoque más realista, Habraken recomendaba la construcción de “estructuras de soporte” a partir de las cuales el usuario potencial podría conferir él mismo la marca de su personalidad a su propia vivienda.
Las ideas de Friedman y de Habraken no han tenido el éxito que sin duda esperaban sus promotores, pero la idea de la participación de los residentes en la construcción de su vivienda dentro de un conjunto mayor, ha recorrido, aún así, un buen trecho -bajo una forma menos sistemática, es cierto- para que la idea de “self-architecture” haya encontrado un lugar en el seno de diversos proyectos, como lo ha demostrado la reciente exposición internacional itinerante, “Interbauausstellung”, consagrada al proyecto de la reconstrucción de diversos barrios de Berlín. La idea de la participación del usuario en arquitectura ha sido retomada sobre todo por otros arquitectos que han tenido una mejor ocasión para construir, como Herman Hertzberger en Holanda, Lucien Kroll en Bélgica y Francia, Ralph Erskine en Suecia y en Inglaterra. Una de las principales obras de este último, el “Byker”, cerca de Newcastle, en el noreste de Inglaterra, es sin duda uno de los pocos éxitos innegables en materia de unidades colectivas de vivienda, si el éxito se pudiera medir por la integración de los usuarios con el equipo colectivo de servicios, concebido después de haber seguido un proceso interactivo entre ellos y el arquitecto. Hertzberger y Kroll han sistematizado aún más esta idea. El primero asegura que, dada la imposibilidad de llegar a “un acuerdo individual que convenga exactamente a cada uno”, es importante para el arquitecto el “hacer posible una interpretación personal, construyendo las cosas de tal manera que sean interpretables”. Es esto lo que Hertzberger se ha dedicado a realizar en sus diversos proyectos y, en particular, en sus casas experimentales “interpretables” a voluntad, que construyó en Delf a comienzos de los años 70. Por su parte, Lucien Kroll no teme asumir las últimas consecuencias de la idea de una participación de los usuarios en arquitectura. En una reciente conferencia en Montreal titulada de manera bastante significativa, “Arquitectura homeopática y urbanismo animal”, decía que a los arquitectos que se preocupaban por la pérdida del control de la construcción, él respondía sin vacilación: “¡no controle nada!”, respuesta aún más coherente si recordamos su posición donde afirma que es necesario “dejar hacer las cosas…”.
Lo que resulta notorio en los diversos proyectos de participación inspirados esencialmente en una ideología de izquierda, es que convergen, punto por punto, en el punto de vista anticonstructivista de Hayek, inspirado por una ideología liberal. En los dos casos, se trata explícitamente de valorar la libertad individual y la prioridad de las decisiones individuales de los usuarios de los inmuebles. En ambos casos se trata de denunciar explícitamente la incapacidad crónica de los tecnócratas de hacer frente a situaciones altamente complejas, y su tendencia a plegarse a soluciones abstractas, tipificadas o formalizadas, las cuales nunca llegarán a corresponder exactamente con la realidad concreta. En ambos casos se trata de preconizar explícitamente la descentralización de la producción y una participación de los interesados en la toma de decisiones, valorando la espontaneidad de los individuos, la renuncia al control y el “dejar hacer”.
Tal como los socialistas que piensan que es necesario construir primero “en su cabeza” el plan que debe ser realizado posteriormente, los arquitectos modernos han visto cómo tal voluntad de planificación difícilmente se concilia con un ideal de participación. El drama del socialismo moderno radica en querer dar la misma importancia a la planificación y a la participación. Por su parte, los arquitectos rara vez han conocido tales ??, ya que para ellos la participación del cliente tradicionalmente tendía a reducirse a un “programa”, que de alguna manera hacía parte del problema que debía resolverse y que normalmente era suministrado con anterioridad a la planificación propiamente dicha. Sólo en la medida en que los arquitectos modernos han sido obligados a distinguir los usuarios de los clientes, han comenzado a formularse un problema del mismo tipo formulado por los socialistas. Los partidarios de un movimiento moderno en arquitectura esperaban responder adecuadamente antes que nada a las necesidades de los usuarios. No obstante, así como los primeros socialistas, estaban convencidos de que podían hacerlo en el marco de una planificación racional armada con los recursos de la técnica y de la ciencia. Los arquitectos partidarios de la participación así como los socialistas autogestionarios, presencian el fracaso de tal pretensión. Así, sin renunciar a la planificación -para un arquitecto esto sería equivalente a renunciar a la arquitectura- y recurriendo inclusive a la informática si es preciso, se esfuerzan por realizar un difícil compromiso según el cual el “plano” de una residencia colectiva o de un lugar de trabajo, no deberá formarse únicamente en la cabeza del arquitecto y estará lejos de agotarse en ella.


La arquitectura “High-Tech”

Aquellas orientaciones de las que Friedman, Habraken o Kroll estaban convencidos, deberían ser estimuladas y no asfixiadas por el desarrollo de la tecnología, por muy poco que esta última sepa adaptarse a las necesidades de los usuarios de la arquitectura. Así, aún si ellos no son partidarios de la idea de la participación como tal, los adeptos a la “alta tecnología” –la otra gran corriente que junto con el posmodernismo ha dominado los años 80 en arquitectura– han reconocido la importancia primordial de la “adaptación a las necesidades”. Según Michael Hopkins, uno de los principales representantes de esta corriente, la arquitectura de “alta tecnología” se caracterizaría en efecto, por su preocupación por responder a las necesidades expresadas por los usuarios y por los clientes, gracias a los recursos más avanzados de la tecnología. Tan sólo una explotación máxima de la ciencia y de la técnica permitiría alcanzar ese resultado. Esta corriente ha sido consagrada popularmente en Francia con el éxito sorprendente del “Beaubourg”, que no se sonroja al manifestar su insolente modernidad a un paso de la iglesia Saint-Merri, cuyo estilo gótico recuerda aquellos valores del pasado hacia los cuales, como se ha visto, otros arquitectos prefieren inclinarse hoy día.
En esta corriente, que los defensores del modernismo presentan como un “modernismo tardío”, se podría reconocer en cierto sentido una expresión renovada del ideal funcionalista del modernismo, renaciendo de sus propias cenizas al sacar gran provecho de la flexibilidad que ofrece la arquitectura contemporánea, de la investigación que se encuentra a la vanguardia en la informática y de la plasticidad de los materiales. Puesto que la flexibilidad fue lo que más hizo falta en el enfoque intransigente que había conducido al modernismo en arquitectura a definir y a imponer los llamados objetos típicos, se podría inclusive pensar que este renacimiento tiene lugar bajo los mejores augurios. Dado que la arquitectura “High-Tech” ofrece a quienes dirigen una compañía o administran un hospital, la posibilidad de transformar su establecimiento a voluntad o casi –en realidad el “casi” es todavía muy importante– y a los propietarios de viviendas la posibilidad de agregar espacios a su morada según sus necesidades, se podría pensar que el “constructivismo” en arquitectura ha encontrado allí los recursos necesarios para responder a la principal objeción que se le ha formulado.
Sin embargo, desde el punto de vista que nos interesa analizar aquí, se trata de saber si este ultramodernismo aún se encuentra dominado por el ideal “constructivista” (en el sentido hayekiano) que caracterizaba el modernismo de los años 20. Un plan que comporte múltiples variables libremente determinadas por los usuarios, ¿es todavía el plan de aquello que será efectivamente construido? ¿Es posible afirmar que el arquitecto construye “en su cabeza” el edificio que los usuarios reconstruirán a su manera? Sin duda alguna él hace aquello que ninguna abeja jamás sabrá hacer, y más aún que su colega, el arquitecto más tradicional, porque en cierto sentido planifica inclusive las modificaciones que podrán ser realizadas a aquello cuyos planos concibe en su cabeza. Además, por el hecho que toda obra arquitectónica debe ser organizada, corre el riesgo de adquirir una apariencia diferente sin que el arquitecto sea consultado, como sucedió a Frank Lloyd Wright, quien parece haber tenido una dolorosa experiencia cuando no le autorizaron el diseño de los teléfonos que iban a ser instalados en el edificio Larkin que él
mismo había construido. Por otra parte, frente a aquello que le parecía un imperialismo un poco abusivo por parte de sus colegas arquitectos, Adof Loos, indignado al ver diseñar a Henry Van de Velde los vestidos que su esposa llevaría en la casa que él había construido, sostenía por su parte que todo aquello que es mueble pertenece al cliente. Pero precisamente con las perspectivas abiertas por la alta tecnología que ofrecerá al cliente la posibilidad de modificar inclusive la estructura del inmueble, estamos en presencia de un nuevo cuestionamiento de la distinción entre mueble e inmueble, como lo permitirán ver más claramente numerosas experiencias de la “arquitectura ligera”, donde de busca el desarrollo de estructuras portátiles. La arquitectura “High Tech” de hoy día, es cierto, aún se encuentra lejos de esto; pero una arquitectura que recurriese a la alta tecnología para refinar una estructura maleable a voluntad por sus ocupantes, realizaría el deseo de Friedman y de Habraken, de ver una arquitectura verdaderamente “móvil” que se conformaría con suministrar a los individuos los “soportes” que les permitirían responder a sus necesidades y expresarse plenamente.
Siguiendo caminos bastante diferentes de aquellos que toma la arquitectura “posmoderna”, la arquitectura “High Tech”, a pesar de su orientación esencialmente científica y tecnológica, daría así el golpe de gracia al ideal “constructivista” del modernismo. Si este ideal consistiera en hacer tabula rasa del pasado para determinar con anticipación lo que será la obra arquitectónica que se deberá construir, la arquitectura “posmoderna” denuncia la pretensión de “hacer tabula rasa” del pasado mientras que la arquitectura “High Tech” denuncia la pretensión de “determinar anticipadamente el futuro”.
Al final de esta investigación sobre la evolución de la arquitectura moderna, queda por ver si la noción de modernidad se encuentra aclarada. Resulta tentador en nuestros días, volver la mirada hacia cualquier rascacielos cuyo portero hace admirar con orgullo a los transeúntes las formas “posmodernas”, para reconocer en él la marca visible de una modernidad relegada. Un argumento que se puede apoyar de esta manera sobre testimonios tan incontables e imponentes, tan espectaculares los unos como los otros, y que se ha condensado de alguna manera en el nombre mismo que se ha dado al estilo arquitectónico, no podía dejar de tener cierto éxito. Se ha visto sin embargo que “posmodernismo” designa tan sólo una tendencia entre otras en la arquitectura contemporánea, tendencia que ya es refutada por un buen número de teóricos de la arquitectura, quienes ven en ella ya sea una forma de populismo bastante superficial o un resurgimiento de los elementos estilísticos del pasado como tantos otros que se dieron en el siglo XIX. No se trata de tomar partido entre partidarios y adversarios del “posmodernismo” en arquitectura, sino tan sólo de constatar que nos encontramos frente a uno de esos debates apasionados que producen con frecuencia las nuevas experiencias artísticas y que, en consecuencia, parece algo excesivo el ver en la rápida fusión de este “estilo”, el indicio de un fenómeno tan importante para la historia de la humanidad como aquel que evoca la idea de dejar atrás la modernidad.
Sin embargo, resulta difícil pensar que la etiqueta “posmoderna” haya podido ser colocada con tanto éxito a una simple moda arquitectónica, sin hacernos pensar con ello en ese “relegar al olvido” aquello asociado de alguna manera con la modernidad. Así, lo que nos ha permitido aclarar la presente investigación sobre la evolución de la arquitectura moderna, es que la popularidad actual del estilo llamado “posmoderno”, así como el interés suscitado por las otras tendencias características de nuestra época evocadas aquí anteriormente, testimonian claramente el rechazo brutal de las ideas que animan este “movimiento moderno” en arquitectura, consagrado en lo que se ha llamado “estilo internacional”. En resumen, si hay algo moderno que haya podido ser “relegado”, es ese “movimiento moderno” o, si se prefiere, ese programa “modernista”, pues resultaría abusivo identificarlo con la modernidad como tal.
El “movimiento moderno” encarnaba ciertamente una concepción radical de ideales asociados a la modernidad, pero podemos preguntarnos si el fracaso de una tendencia radical debe marcar necesariamente el fin de un período en la historia de la humanidad, incluso si este fracaso fuera el fin de un período cuya tendencia buscaba ingenuamente llevar hasta los límites sus virtualidades. El “movimiento moderno” había llevado hasta el límite una idea que germinaba desde Descartes y el Siglo de las Luces, idea que invitaba a romper con el pasado, “partir de cero” y reconstruir el futuro apoyándose tan sólo sobre concepciones racionales dictadas por un enfoque científico, el único capaz de ofrecer una respuesta adecuada a las verdaderas necesidades de la humanidad. En resumen, como se ha visto, el “movimiento moderno” fue la expresión típica de una concepción “constructivista” (en el sentido hayekiano) de la modernidad. Este modernismo “constructivista”, rechazado por todas las tendencias contemporáneas en arquitectura, se encuentra manifiestamente “relegado”, entre otros, por todo lo que se proclama “posmoderno”. Este modernismo “relegado”, a decir verdad, es tan sólo una de las formas de la utopía característica de la modernidad. Si bien hoy el “movimiento moderno” en arquitectura parece relegado al olvido, es porque, como todas las utopías que han suscitado grandes esperanzas, como las de Owens, los “saint-simoniens”, Fourier y tantos marxistas -con los cuales se encontraba emparentado-, el movimiento moderno desde sus inicios produjo fórmulas estereotipadas e inadecuadas frente a la evolución de las necesidades multiplicadas por el contexto de la modernidad como tal. Si hoy día parece relegado al olvido es porque, como consecuencia de ello, ha terminado por ser percibido como la expresión, admirable en su momento, de una inmensa ingenuidad.
¡Que no nos equivoquemos! No se trata de decir que las utopías ya no tienen futuro, o de dar por muerto el socialismo. Se trata de decir sin embargo, que los movimientos engendrados por las utopías y por el socialismo en particular, se ven obligados en lo sucesivo a asumir formas diferentes. De hecho, el socialismo contemporáneo ya no se presenta tan fácilmente como una especie de respuesta a los problemas de una sociedad, resultante de un estricto análisis científico o, aún más, como la solución susceptible de responder racionalmente a las verdaderas necesidades de esta sociedad. El modernismo “constructivista” que dibujaba de esta manera el proyecto socialista, parece haber sido relegado al olvido. El socialismo que aún se afirma hoy día, ha aprendido a denunciar los peligros de la técnica, a estimular la expresión de las más variadas necesidades y a conciliar con las tradiciones nacionales de las cuales inclusive espera asegurar su protección. Los socialistas no han renunciado ni a la modernidad ni a la ciencia pero, así como los arquitectos contemporáneos, tienden a pensar que una ciencia mejor comprendida y una modernidad mejor asumida tienden más bien a poner en guardia contra las ilusiones fáciles y a hacer tomar conciencia de la complejidad del mundo que se busca construir.
Sin embargo, mi propósito no es el de evaluar el futuro del socialismo, que ha sido evocado aquí tan sólo como un movimiento que se ha alimentado típicamente de esta utopía “relegada” que constituye el modernismo “constructivista”. No obstante puede concluirse que, así como sería bastante extraño el ver un indicio de la relegación de la modernidad al olvido en medio de este difícil pasaje de la infancia a la madurez de un socialismo que ha mantenido durante largo tiempo sus ilusiones juveniles, seria muy poco indicado diagnosticar un fenómeno de este género únicamente al constatar el hecho de que otros proyectos típicamente modernos acaban por adaptarse, con relativa dificultad, a una realidad cuya complejidad había sido evidentemente subestimada. Parece más razonable ver en aquello cuya decadencia así se registra, la utopía característica de una primera fase de la modernidad, bien sea que se designe esta utopía con el nombre de “constructivismo” o de “modernismo”. En cuanto a la “modernidad” como tal, en la medida en que corresponde a un momento decisivo en la historia de la humanidad, no podrá ser comprendida por una modesta reflexión filosófica sobre la aventura de la arquitectura moderna. A pesar de creer reconocer la modernidad en la voluntad de los seres humanos de buscar la afirmación de su individualidad, de asumir su destino o de apoyarse en el desarrollo de la ciencia y de la técnica, parece bastante apresurado hacer su autopsia filosófica pretendiendo comprometerse de esta manera con la posmodernidad. Manifiestamente aún no le ha llegado la hora a la lechuza de Minerva, y algunos rascacielos de formas teatrales no bastan, como se cree, para lanzarla al vuelo.
No obstante, si la aventura de la arquitectura moderna puede dar alguna luz sobre el juicio que conviene hacer a la modernidad, es porque, a la manera del socialismo, la arquitectura también estaba predestinada a alimentarse de una utopía “modernista”. Al igual que el socialista, el arquitecto busca concebir el plano de lo que desea construir. Así, debe construir primero en “su cabeza” lo que después dará forma de otra manera a la realidad. Resultaba entonces casi imperioso que la arquitectura moderna se entregara a fondo a esta utopía, no sin jalonar su recorrido con obras admirables cuya importancia sería necio subestimar. El hecho de que esta arquitectura moderna haya tomado conciencia más tarde, primero lenta y confusamente, luego de manera bastante brusca, del carácter utópico e incluso ilusorio de un proyecto que manifiestamente no llegaba a responder a las necesidades múltiples y cambiantes de la humanidad, no es ciertamente una razón para pensar que haya llegado a renunciar a la modernidad. A lo sumo, es una razón para pensar que, utilizando más que nunca aquellos recursos propios de la modernidad como lo son la ciencia y la técnica, se dedique ahora a explorar -y en esto sin duda se acerca al mundo moderno en su conjunto- las nuevas vías que le impedirán, cada vez más, revivir sus ilusiones perdidas.


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Fuente del texte: Arquba

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